capitulo 1

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Todo parecía ir tan bien hasta ese día... o al menos eso creía Samantha. El cielo, o quizás alguna de esas fuerzas en las que nunca había creído del todo, la sorprendió. La atmósfera, a diferencia del aire cálido y familiar de la cubierta, se sentía más pesada bajo la línea del horizonte. Las botas de Sam resonaban sobre el piso de madera, gastado, pero impecablemente limpio.

—Te noto tensa —comentó Edward, su amigo de la infancia, caminando detrás de ella.

Edward era un joven difícil de describir con una sola palabra, pero si hubiera que intentarlo, sería "un rayo de luz". Desde hacía mucho tiempo, él la seguía a todas partes; siempre estaba cerca, incluso cuando la situación se complicaba. A diferencia de otros que se rendían ante su carácter fuerte, Edward era persistente y decidido. Era una de las muchas razones por las cuales Sam lo admiraba profundamente, aunque jamás lo admitiría. Su orgullo no le permitía mostrar debilidad, ni siquiera ante él.

Edward era tan llamativo como encantador: su cabello largo y rubio siempre desordenado, sus ojos azulados con un tono verdoso que recordaba al mar, y su piel clara, ahora ligeramente bronceada tras años bajo el sol. Era alto, más que Sam, y eso a ella nunca le agradó del todo. Había sido la más alta de su familia, y tener a alguien cerca que la superara en altura hacía que, en su mente, su figura perdiera parte de la autoridad que tanto le gustaba proyectar.

—¿Acaso es una novedad? —preguntó Sam con sarcasmo.

Los pasos de ambos se acercaban al fondo del barco, donde se encontraba la celda improvisada. Aquel rincón había caído en desuso; hacía tiempo que el Island no recibía prisioneros. De hecho, ese barco había ganado el apodo de "El Pacífico", gracias a la política de su anterior capitán, el padre de Sam, que siempre buscaba soluciones justas y evitaba recurrir al encierro a la menor provocación.

Edward rió suavemente detrás de ella. Su risa era como un bálsamo para Sam; cada palabra que él pronunciaba parecía cargada de calidez, y eso le daba una sensación de seguridad que rara vez sentía. Sin querer, la joven capitana suavizó su expresión al mirarlo, algo que no pasó desapercibido para él. Los ojos de Edward, de ese azul sereno como el de una laguna cristalina, la observaban con complicidad y afecto. Ambos se conocían desde hacía años, prácticamente hermanos. El padre de Sam lo había encontrado de niño, solo y hambriento en las calles de un puerto lejano. Aunque no parecía pobre, había mendigado comida durante días hasta que lo rescataron y lo llevaron a vivir con ellos. Desde entonces, Edward había crecido como parte de la familia, convirtiéndose en un joven educado, noble y justo.

Sam detuvo sus pensamientos cuando alcanzó la celda. Dos ojos verdes la miraban desde el otro lado de los barrotes. Eran fríos al principio, pero algo cambió al cruzarse con los suyos: se suavizaron, aunque no lo suficiente como para ocultar un destello de burla. Esos ojos la analizaban, no solo por fuera, sino como si intentaran leer su alma. Era una mirada depredadora, calculadora, como si evaluara el momento exacto para atacar.

Ella se enderezó de inmediato. Si alguien tenía el control ahí, era ella, y lo dejaría claro desde el principio.

—Mi nombre es Dorian —dijo el chico, esbozando una sonrisa insolente.

Sam lo estudió con cuidado. Era delgado, pero no frágil. Su cabello oscuro y despeinado resaltaba sus facciones marcadas, aunque había cierta suavidad en su expresión. Dos cicatrices adornaban su rostro: una sobre la ceja y otra en el labio. Eran evidencias de peleas pasadas, cicatrices que no hacían sino aumentar su atractivo, aunque la arrogancia en su mirada lo volvía irritante. Esa mirada parecía decir: "Estoy aquí, mírame, no puedes ignorarme."

—¿Tienes apellido? —preguntó Sam con frialdad.

—¿Por qué te daría información personal? No eres mi tipo —respondió Dorian con una sonrisa burlona.

Sam bufó. Claro que tenía que ser uno de esos jóvenes arrogantes que se creían dueños del mundo, convencidos de que todas las mujeres caerían a sus pies. Pero ella no era cualquier mujer, y ninguna de las mujeres de su familia lo había sido. Las mujeres de su linaje siempre habían sido independientes, fuertes y admiradas por su belleza e inteligencia.

—Capitana Samantha —una voz interrumpió la tensión en la celda. Los tres se giraron hacia las escaleras que llevaban a la cubierta del barco.

—Estamos listos para zarpar —anunció el tripulante.

—Muy bien —dijo Sam con firmeza.

Edward sonrió mientras se inclinaba hacia su amiga.

—¿Y qué hacemos con nuestro invitado inesperado? —preguntó en voz baja, con una chispa de diversión en los ojos.

—Lo entregaremos a la guardia en el próximo puerto. No es como si pudiera escapar de aquí —respondió ella, lanzando una mirada desafiante a Dorian. Sin más, se giró para salir.

—Edward, asegúrate de que no salga de esta celda hasta que lleguemos al puerto. Yo me encargaré de los preparativos para el viaje.

Antes de que Edward pudiera responder, la voz de Dorian los detuvo. Esta vez, había un toque de desesperación y furia en su tono.

—¡Tengo un mapa que conduce a un tesoro! No sé qué tan importante sea, pero escuché que tú, capitana, sabes mucho sobre leyendas, por absurdas que parezcan.

Sam se detuvo en seco, sus ojos abriéndose ligeramente por la sorpresa.

—¿Qué tiene eso que ver conmigo? —respondió, sin girarse.

—Espera. El tesoro... o la isla... se llama La Perdición. ¿Has oído de ella?

Tanto Sam como Edward se quedaron paralizados. Ambos conocían bien esa leyenda: la Isla de la Perdición, un lugar envuelto en misterio, plagado de criaturas mágicas y peligros letales. Nadie que pusiera un pie en sus costas vivía para contarlo. La isla siempre encontraba la forma de devorar a los intrusos.

—Como dijiste, solo son leyendas —respondió Sam con desdén, preparándose para salir.

Pero Edward, cuyo amor por las leyendas era bien conocido, se acercó a la celda con renovado interés.

—¿De dónde sacaste ese mapa? Tal vez pueda decirte si vale la pena que sigas encerrado aquí.

Dorian sonrió, entrecerrando los ojos.

—Digamos que pertenecía a alguien de mi familia... alguien que no me caía bien.

—¿Y quién era? —preguntó Edward, intrigado.

Dorian inclinó la cabeza hacia Sam, sonriendo con malicia.

—Digamos que conocía bien al capitán anterior de este barco... y parece que ahora la hija ha heredado algo más que un barco.

Sam lo miró con frialdad.

—Podría entregarte en el puerto, como dije. O podríamos ayudarte... si decides cooperar.

Dorian sonrió aún más.

—¿Tenemos un trato? —preguntó Edward.

susurros del marDonde viven las historias. Descúbrelo ahora