CAPITULO 1

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El olor de la guerra lo tenía impregnado en sus narices temiendo que un día se apoderará de su cuerpo también. El olor de la sangre en sus narices, de cuerpos podridos e inertes tras la batalla yacían bajo sus pies y, sobre todo, en sus memorias.

Tenía apenas 12 años cuando presenció por primera vez lo que el hombre era capaz de hacer con tal de un poco de poder. El reflejo de su padre sobre su armadura lo atormentaba y más porque era el rey.

Ya con diecisiete años de edad, comprendió que el mundo era un mundo cruel sintiéndose un infiltrado por no querer seguir el ciclo de crueldad. Sin embargo, el mundo no será bondadoso en el momento que te tenga con una espada en la nuca y te pregunten tus últimas palabras.

Observaba al hombre bajo sus pies quien le miraba suplicante que le otorgará el perdón y con ello la vida. El mismo debate se cruzaba en su cabeza. Los ojos castaños del hombre corrían lágrimas y de su boca palabras titubeantes y suplicantes, junto a su cuerpo tembloroso. Recordó las palabras de su padre, resonando en cada rincón de su cabeza; la duda provoca muertes, y más te vale recordar cuál quieres salvar, si tu cuello o la persona bajo tus pies.

Era como una pesadilla. En el fondo de su mente deseaba que se callara, pero la persona bajo suyo le transmitía su ansiedad, sintiendo que era de él también.

La espada que portaba en mano llegó a temblar y por un momento sintió que llegaría a caer. En ese momento de duda el individuo bajo suyo recogió su espada que yacía a centímetros de su lado listo para contraatacar.

Sin embargo, la espada no logró ser levantada pues otra impactó justo en la espalda del herido joven quien cayó a la tierra. Tieso. Muerto. Su padre le miraba con su característica mirada fría, en su mano portaba la espada la cual utilizó para apuñalar al joven que yacía bajo los pies del príncipe.

— La duda mata. — dijo con la voz ronca.

Contempló a su padre, herido debido a la reciente batalla, pero victorioso. Luego a su alrededor, era un mar de cuerpos inertes, algunos de su pueblo, pero la mayoría del reino enemigo. La batalla había terminado.

Escuchaba los gritos de la victoria de los soldados a su alrededor, la voz de su padre indicando que habían sido victoriosos nuevamente y cómo los soldados festejaban esta hazaña. Sin embargo, era preso de la culpa que le recorría todo el cuerpo dejándolo helado sin la capacidad de disfrutar la victoria, más bien, nunca disfrutó alguna.

Clavada en su mente tendría al joven que estaba tendido a sus pies, no se notaba mayor de los catorce años. Era un niño. Las súplicas y llantos era algo que nunca lograba eliminar de las batallas.

Una sacudida en su hombro lo sacó de su trance. El rey.

— Señor, los soldados preguntan si esta noche partiremos a casa.

Escuchó a Magnus, a sus espaldas, la mano derecha del rey.

— Al amanecer llegaremos a casa, que todos lo sepan. Recojan los cuerpos de sus compañeros muertos. Hay que hacer honor a los caídos.

— Como diga, mi señor.

Los pasos cada vez menos audibles indicaron su lejanía del lugar. Dejando solos al rey y al príncipe.

— Es parte de un rey, velar por la seguridad de todos. Incluso si su propio hijo no puede hacerlo por sí mismo.

La última frase resonó la amargura y disgusto, sabía perfectamente a que se refería.

— Era un niño. — espetó como si tratara de contener la ira entre los dientes.

— La guerra no será gentil con nadie, y lo sabes. — las palabras sonaban duras.

Estaba consciente de ello y lo odiaba. La guerra es cruel, y más el campo de batalla.

— ¿Y qué culpa tiene un niño?

Miró a su padre buscando una respuesta lógica de porqué un niño puede ser una gran amenaza, si fue obligado a estar en la batalla contra su voluntad.

— Lo entenderás cuando seas un rey.

— Pero-

— Basta. Ya hemos acabado.

Iba a reprochar sin embargo Magnus se acercaba a pasos apresurados junto con un par de hombres.

— ¡Mi rey, hemos encontrado un sobreviviente enemigo!

Los pasos firmes de su padre se acercaron al hombre. No portaba armas ni escudo. Estaba indefenso, más no lucía como otro soldado, más bien un campesino, con sus ropas sucias y cocidas.

— Estaba escondido entre los cuerpos inertes.

— ¿Qué hacemos con él mi señor?

El campesino estaba arrodillado frente al intimidante hombre quien no había dicho ni una sola palabra. Sólo se limitó acercarse al indefenso mendigo a su altura e inspeccionarle.

— No soy enemigo. Me tenían cautivo. —Habló el campesino con la mirada gacha. — déjenme libre, no soy parte de esta guerra.

— Tienes el valor de hablar sin el permiso del rey. — sacó su espalda y se la acercó al pobre hombre a la altura de su cuello.

— Espere, mi señor, encontramos algo.

Antes de ejecutar al campesino un soldado le entregó una carta a su superior. Estaba sellada. De inmediato le abrió y leyó su interior.

— Encontrad a la bruja.

El mensaje era claro. Más bien aquello ocasionó confusión ante todos.

— Cuál era tu misión, te ordeno que hables.

— Encontrar a la bruja.

Todos se miraron confusos.

— Habla claro.

— Mi misión era encontrar a la bruja que los haría ganar esta guerra.

— ¿Bruja? — soltó una risa cínica ante lo que acababa de escuchar. — ¿Y dónde se supone que debe de estar tu hechicera, eh?

Escuchó la risa de los hombres, pero el príncipe no se reía. Estaba confundido y más porque el campesino no parecía estar bromeando, se le observaba neutro.

— Es la misma bruja que mató a tu padre. — las risas cesaron. El rey se le borró la sonrisa. — es la asesina que buscó tu padre. Sigue viva.

La mirada de su padre siempre le fue un enigma a descifrar. Sin embargo, conocía muy bien cuando alguien le hacía enojar. Como ahora.

— Dale mis saludos a tu difunto rey.

La espada del rey impactó contra el cuello del campesino sin oportunidad de que respondiera ante su último mensaje.

La cabeza rodó a sus pies. Guardó su espada y luego miró a su hijo.

— Señor, ¿Qué haremos ahora?

Se acercó al príncipe pasando por su lado con la mirada perdida pero llena de ira.

— Volver a casa. A buscar a esa maldita bruja.


ESPINAS Y ROSASWhere stories live. Discover now