El anticuario de Ginebra

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Lessay

El sonido de la campana de la puerta siempre me trae de vuelta a la realidad. El timbre agudo anuncia la llegada de algún cliente curioso o un perdido buscando algo que no sabe ni que existe. Ginebra siempre insiste en ese ruido. Dice que le da "carácter" al lugar. A mí solo me recuerda cuán largo es el día en esta tienda.

La tienda de Ginebra está tan llena de polvo como de historia. Artefactos antiguos, exóticos, o al menos así los llama ella. A veces pienso que más de la mitad son cachivaches que solo tienen valor en la imaginación de alguien. Pero, en ese sentido, Ginebra tiene una especie de magia. Con su cabello gris recogido en un moño y su delantal, parece una abuela tierna, aunque rezongona, y en sus ojos pequeños brilla una sabiduría que uno no se espera. Es dulce, sí, pero tiene el poder de hacer que cualquier cliente se sienta indigno de comprar, a menos que, por supuesto, ella decida que son dignos. Para mí, es una táctica de ventas pésima. Pero, ¿qué puedo decir? Nos paga a tiempo.

Hoy, como siempre, el aire está cargado del olor a madera vieja y cuero desgastado. Me siento detrás del mostrador, con el cigarrillo a medio apagar entre los dedos. Sé que no debería fumar aquí, y si Ginebra lo supiera, probablemente me cortaría la cabeza. Pero Deyan aún no ha dicho nada y, honestamente, es lo único que me mantiene despierta en días como este.

—Lessay. —La voz molesta de Deyan corta el silencio, con ese tono severo que tiene para absolutamente todo— ¿Cuántas veces te he dicho que no fumes aquí? ¿Te cuesta tanto ir afuera con ese maldito vicio?

Lo miro sin mucha emoción, exhalando lentamente el humo. Deyan siempre tiene esa cara de fastidio que parece que va a explotar en cualquier momento. O mejor dicho, parece que vive en constante estado de frustración. Y casi siempre es por mi culpa. Me encojo de hombros, como siempre hago, y aplasto el cigarrillo en el cenicero. No es que quiera provocarlo, pero hay algo en su manera de ser que me invita a no hacerle caso.

—Ya, tranquilo, lo apagué.

Él frunce el ceño, moviendo la cabeza como si eso le fuera a aliviar la paciencia que nunca tiene. Se mete entre los estantes, fingiendo ocuparse de algo importante, aunque sé que solo está evitando mirarme.

Deyan es pura energía contenida. Si yo soy la calma antes de la tormenta, él es el huracán que viene detrás. A pesar de nuestras diferencias, tenemos que soportarnos. Al menos, por ahora. Es fácil decirlo cuando lo único que compartimos es un espacio lleno de objetos viejos y silencio. Pero cuando abre la boca... Me dan ganas de salir a la calle y no regresar.

La puerta de la trastienda se abre con un crujido, y Ginebra aparece arrastrando una caja polvorienta.

—¡Deyan! ¡Ayuda aquí, muchacho! Esta cosa pesa más que una mula preñada.

Deyan corre hacia ella con la urgencia que siempre le da servirle a Ginebra, casi como si quisiera ganarse su favor, mientras yo me quedo sentada en mi silla. Ginebra me lanza una mirada crítica, una de esas que significa: "¿No vas a ayudar?". Me hago la desentendida, porque sé que no me va a pedir nada directamente. Ya me conoce demasiado bien para eso.

—¿Qué hay ahí, Ginebra? —Pregunto, solo para llenar el silencio.

—Un artefacto incaico, muy raro —Responde con ese tono orgulloso de siempre.— No lo voy a vender a cualquiera, solo al que sepa valorarlo. Estos objetos tienen alma.

—Por supuesto que sí. —Murmuro, sin mucho interés. Deyan la mira con cierta admiración sigilosa, mientras coloca la caja en el mostrador con cuidado. Tiene esta fascinación por las historias que Ginebra cuenta. Yo las escucho, pero nunca me detengo a reflexionar. Todo lo que me rodea me parece una ilusión más que realidad.

Latidos de Vida y MuerteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora