El anticuario de Ginebra II

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Deyan.

Dos años atrás.

Recuerdo que hacía calor, un tipo de calor sofocante, pegajoso, el tipo de día que te obliga a mantener la chaqueta atada a la cintura y la camisa pegada a la piel. Caminaba por el centro de la ciudad, en busca de cualquier trabajo que me pudiera mantener a mí y a mis hermanos a flote. Ya había preguntado en varios sitios sin suerte. Todo el mundo parecía tener las plazas llenas o, peor aún, no tenían ni un centavo para ofrecer a nadie. Las cosas no estaban bien para casi nadie en esos días.

Y entonces, mientras recorría las calles empedradas, la vi: una pequeña tienda que apenas estaba en proceso de abrirse. No tenía un letrero aún, pero el interior estaba lleno de cajas y artículos polvorientos. Era una de esas tiendas que la gente solo visita por curiosidad, con la esperanza de encontrar una joya escondida entre los escombros del pasado.

Decidí entrar, más por desesperación que por otra cosa. Al cruzar la puerta, lo primero que me llamó la atención fue el sonido de una pequeña campana. El espacio olía a madera vieja y a esa mezcla particular de antigüedades que solo encuentras en lugares así. Y allí estaba ella, una mujer mayor, rolliza, con el cabello canoso recogido en un moño desordenado, acomodando algunas cosas en los estantes.

—¿Puedo ayudarlo en algo, joven? —Preguntó sin mirarme, aunque había una pizca de dulzura en su voz.

Me aclaré la garganta, sintiendo una extraña mezcla de nervios y urgencia.

—En realidad, vengo a ver si necesita ayuda.

Fue entonces cuando levantó la vista y me estudió por un momento. Ginebra. No sabía su nombre en ese entonces, claro, pero desde el primer momento, supe que no era una anciana común. Sus ojos eran agudos, observadores, y había algo en su postura que te hacía sentir que, aunque parecía frágil, aún tenía mucha fuerza.

—¿Ayuda? ¿Qué tipo de ayuda puedes ofrecerme, muchacho? —Su tono fue menos una pregunta y más una prueba.

Tragué saliva.

—Cualquier cosa. Soy fuerte, rápido aprendiendo... Puedo hacer lo que necesite. Solo... necesito el trabajo.

Ella me miró unos segundos más, como si pudiera leer algo detrás de mis palabras. Entonces, dejó lo que estaba haciendo y se acercó lentamente hacia mí.

—Esta tienda es... Algo único. No es como las demás. Todo lo que ves aquí—Dijo, señalando las cajas y artefactos desparramados—Pertenecía a mi difunto marido. Durante años los coleccionó... No sé por qué. Yo nunca le entendí su aprecio por estas baratijas. Pero para él... Bueno, para él eran sus pequeños tesoros.

Su voz se suavizó un poco al hablar de su marido, pero luego volvió a su tono firme.

—El punto es que no quiero simplemente deshacerme de todo esto. Prefiero que estas cosas lleguen a manos que sepan apreciarlas, que les den un uso adecuado. Pero esas personas no pueden ser cualquiera—Me miró de nuevo, sus ojos pequeños y astutos brillando— ¿Tú eres "cualquiera", muchacho?

No supe bien qué responder en ese momento. Nunca me había visto como alguien especial. Pero algo en su mirada me hizo sentir que no era el único que necesitaba una oportunidad.

—No, señora. No soy cualquiera. Solo... necesito una oportunidad para demostrarlo.

Ella sonrió, apenas un gesto que curvó sus labios.

—Tendrás un día de prueba. Si no rompes nada, no me haces perder el tiempo y sigues mis reglas, puede que te quedes.

Agradecí con entusiasmo, y fue así como conseguí el trabajo en la tienda de Ginebra. Lo que no sabía en ese momento era que había algo más detrás de esas reglas, detrás de esos artefactos. Pero con el tiempo, lo entendería.

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⏰ Última actualización: 3 days ago ⏰

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