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Ser mujer siempre ha sido un arte complicado, un delicado equilibrio entre lo que está permitido y lo que se considera peligroso. Basta un pequeño desliz para que las sospechas te rodeen y de la noche a la mañana, un murmullo se convierte en sentencia, una simple mirada en juicio. En este pueblo, un gesto inofensivo podía ser suficiente para ser señalada como bruja y condenada a morir entre las llamas, donde las supersticiones y el miedo se mezclaban en el aire.

Ser mujer en estos tiempos es como caminar sobre un hilo invisible; basta un paso en falso para caer en el abismo del juicio y la condena. En este pueblo, donde los ecos de Salem aún resuenan, cualquier gesto, palabra o mirada podía volverse motivo de sospecha. La caza de brujas no había desaparecido, solo cambiaba de formas, pero el temor y la superstición seguían latiendo en cada rincón.

Esa mañana, el aire estaba cargado con el aliento húmedo del bosque, y una niebla ligera cubría los campos, dando al paisaje un aspecto casi irreal. Mientras me dirigía a ordenar las cabras, el sonido de mis pasos se perdía en la quietud del amanecer. En el camino, un gato negro cruzó ante mí, moviéndose con la gracia de un fantasma. En este pueblo, su presencia era vista como un augurio oscuro, pero yo veía en el negro una pureza insondable; es el único color que no puede mancharse. Me incliné para acariciarlo, sintiendo la suavidad de su pelaje y la intensidad en sus ojos, como si comprendiera lo frágil que podía ser la vida para nosotras, las mujeres, cuando el miedo dictaba las reglas.

Llegué al establo, donde las cabras esperaban pacientemente. El tiempo transcurría en la cadencia de mi trabajo, el vaivén de los baldes llenándose de leche. Después de un rato, con dos baldes rebosantes, me dirigí hacia el pueblo. Al acercarme, las primeras casas comenzaron a cobrar forma en la neblina, sus techos puntiagudos parecían cortar el cielo gris como cuchillos afilados. Me senté junto a la fuente, esperando que algún cliente viniera a comprar la leche. No era fácil sostenerse sola en un lugar donde ser huérfana te convertía casi en una paria, sin la protección de un marido ni la red de una familia. Mi tía, desesperada por casarme, insistía en encontrarme un esposo que pudiera salvarme de "malas lenguas" o, peor aún, de la temida hoguera.

Un hombre se acercó y me compró toda la leche. Conté las monedas con rapidez, calculando que me alcanzaría para comprar algunos víveres e incluso, tal vez, un vestido sencillo. Sin embargo, cuando me levanté para marcharme, tropecé con un hombre que cargaba un gran fardo de telas finas. Las telas cayeron al suelo, manchándose de barro y polvo. El hombre se volvió hacia mí con el rostro encendido de rabia, y una oleada de miedo se apoderó de mi pecho.

—¡Mira lo que has hecho, estúpida! —rugió, con una voz que parecía resonar por toda la plaza.

—Lo siento, señor, no fue mi intención —me apresuré a decir, retrocediendo unos pasos.

—¿Quién va a pagar por esto? ¡Es más de lo que tú podrías ganar en tu miserable vida! —continuó, sus ojos relucían de furia.

Sabía que no tenía forma de pagar por esas telas, cada una de ellas costaba más de lo que yo podría ahorrar en un año entero. Mis pensamientos se enredaban en el miedo, intentando buscar una salida cuando mi espalda chocó con algo sólido. Giré, levantando la mirada, y me encontré con un joven alto, de cabellos castaños oscuros y ojos marrones profundos. Había algo en su presencia que imponía calma, una autoridad tácita.

—Yo lo pagaré —dijo el joven, sacando una bolsa de monedas de oro de su cinturón y entregándosela al hombre, quien la tomó con avidez antes de alejarse sin una palabra más, dejando las telas tiradas en el suelo.

Observé al joven con curiosidad y cierta cautela. Vestía una túnica negra que caía elegantemente sobre sus hombros, y su rostro tenía una seriedad que contrastaba con su juventud. Antes de que pudiera agradecerle, una voz quebró el silencio.

—Padre Jonathan, veo que ha llegado —anunció el pastor de la iglesia, un hombre cuya presencia solía erizarme la piel. Sus palabras siempre tenían una matiz de juicio, como si sus ojos buscaran constantemente algún pecado oculto en los corazones de los demás.

Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Aparté la vista del pastor para volver a mirar al joven que me había ayudado. Padre Jonathan, habían dicho. Un sacerdote en estas tierras podía significar muchas cosas; algunos eran los primeros en señalar a una mujer como bruja. Recogí las telas del suelo y murmuré un agradecimiento antes de girar sobre mis talones y dirigirme hacia casa.

Mientras caminaba, una pregunta rondaba mi mente, como una sombra imposible de ignorar. ¿Qué clase de atracción podía sentir por un hombre vinculado a la iglesia, un hombre que quizás algún día podría ser quien me señalara con el dedo en un juicio? La inquietud se quedó conmigo, como el eco de un mal augurio.

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⏰ Última actualización: 3 days ago ⏰

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El arte por lo prohibidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora