Prólogo

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El invierno se había asentado con una intensidad que parecía inquebrantable, cubriendo la tierra de un blanco que no se desvanecerá fácilmente. Las montañas, siempre imponentes, estaban ahora casi irreconocibles bajo capas de nieve que caían sin cesar. En el corazón del bosque, el aire se volvía denso con el silencio de la naturaleza adormecida. Los árboles se alzaban, altos y oscuros, sus ramas pesadas bajo el peso del hielo. Había algo en esa quietud que resultaba inquietante, una calma que escondía secretos antiguos, como si cada copo de nieve que caía llevará consigo una memoria olvidada.

El viento soplaba con fuerza, arrastrando consigo un aire frío que parecía cortar la piel. Sin embargo, en ese gélido rincón del mundo, no había refugio para quienes buscaban escapar de sus propios demonios. El invierno, con toda su belleza cruel, se extendía como un manto interminable que cubría tanto la tierra como las almas de quienes lo habitaban. Y así, en ese paraje solitario, dos figuras avanzaban a través de la espesura, sin saber que sus caminos estaban destinados a cruzarse.

Eran dos seres marcados por el dolor, aunque de formas diferentes. Habían llegado desde lugares opuestos, guiados por razones que ellos mismos no lograban comprender del todo. Cada paso que daban sobre la nieve era un eco de su incertidumbre, un recordatorio constante de las decisiones que los habían llevado hasta allí. Sus heridas eran invisibles, pero reales; cicatrices que no sanaban con el paso del tiempo, sino que se volvían más profundas con cada invierno.

Ella había venido en busca de algo que no sabía nombrar. Había dejado atrás una vida plagada de sombras, donde la esperanza era un concepto tan distante que a veces dudaba de su existencia. Había aprendido a sobrevivir en la penumbra, a ocultar su tristeza detrás de una sonrisa forzada que rara vez alcanzaba sus ojos. El frío no le era ajeno, y la soledad se había convertido en una compañera constante. Sin embargo, algo en ella seguía luchando, un fuego pequeño que se negaba a apagarse, incluso en medio de la tormenta más oscura. Ese fuego era lo que la había traído hasta el corazón del bosque, donde el tiempo parecía haber perdido su significado.

Por otro lado, él había llegado en busca de paz, aunque no estaba seguro de si esa paz existía realmente o era solo una ilusión a la que se aferraba con desesperación. Había conocido la guerra, no solo en los campos de batalla, sino también en su propia mente. Sus recuerdos estaban plagados de imágenes que preferiría olvidar, pero que se negaban a desvanecerse. Eran como fantasmas que lo perseguían, susurrando palabras de arrepentimiento y culpa en el silencio de la noche. No sabía qué esperaba encontrar en ese bosque, solo que necesitaba escapar de sí mismo, aunque fuera por un breve instante.

A medida que avanzaban, el bosque parecía cobrar vida. La niebla se hacía más densa, envolviéndolos en una cortina blanca que apenas permitía ver más allá de unos pocos metros. El sonido del viento, que había sido constante, comenzó a desvanecerse, dejando atrás un silencio tan profundo que parecía que el mundo entero había dejado de respirar. En ese momento, los árboles comenzaron a cambiar, sus troncos oscuros parecían inclinarse hacia ellos, como si quisieran susurrar secretos al oído. La sensación de que algo los observaba crecía con cada paso, una presencia invisible que no lograban identificar.

Fue entonces cuando ambos sintieron que no estaban solos. Fue un presentimiento, un reconocimiento inexplicable que los hizo detenerse. Él la vio primero, una figura envuelta en un abrigo que no parecía ser suficiente para protegerla del frío. Su cabello, oscuro como la noche, caía en desorden sobre sus hombros, y sus ojos, de un brillo extraño, parecían contemplar algo que no estaba allí. Ella también lo vio, una silueta en la penumbra, un hombre que caminaba con la cautela de quien ha conocido el peligro y el dolor. Durante un breve instante, sus miradas se cruzaron, y en ese cruce silencioso, supieron que compartían más de lo que las palabras podrían expresar.

Sin decir nada, comenzaron a caminar uno hacia el otro, como si una fuerza invisible los empujara a encontrarse. El aire entre ellos parecía vibrar con una energía peculiar, algo que no pertenecía a este mundo. Cuando estuvieron lo suficientemente cerca, él pudo ver las cicatrices en sus manos, y ella notó la tristeza en sus ojos. No había necesidad de presentaciones; las palabras no eran necesarias cuando dos almas rotas se reconocían en medio del vacío.

Ambos sabían que el encuentro no era casual. Había algo en ese bosque, algo en el aire helado que los rodeaba, que los había llevado hasta allí. Era como si el invierno, con su crudeza y su belleza, hubiera decidido jugar con sus destinos, reuniéndose en ese lugar olvidado para que enfrentaran juntos sus miedos. Y así, bajo la luz pálida de la luna, comenzaron a hablar, no con palabras, sino con silencios compartidos y miradas que decían más de lo que cualquier discurso podría expresar.

El bosque, siempre cambiante, parecía responder a sus emociones. Los días en que el dolor se hacía insoportable, las sombras se volvían más densas, y el frío penetraba hasta los huesos. Pero en los momentos en que la esperanza se encendía, aunque solo fuera por un instante, el sol lograba asomarse entre las nubes, y la nieve brillaba como si estuviera hecha de diamantes. Era un lugar que parecía estar vivo, un reflejo de sus propias almas en conflicto, luchando por encontrar un equilibrio en medio del caos.

Había algo en la forma en que él la miraba que hacía que ella se sintiera menos sola, y algo en la forma en que ella sonreía que le recordaba a él que todavía existía la esperanza, por pequeña que fuera. Sin embargo, ambos llevaban cargas demasiado pesadas, heridas que no podían curarse solo con compañía. Mientras ella se alejaba por el sendero, él sintió un vacío que nunca había experimentado antes, un frío que no era causado por el invierno, sino por la certeza de que había perdido algo que nunca volvería a encontrar. Y mientras él desaparecía en la distancia, ella sintió que el bosque se volvía un poco más oscuro, como si el sol nunca hubiera brillado realmente allí. Los encuentros en el bosque se convirtieron en memorias borrosas, casi como si hubieran sido solo un sueño, un espejismo creado por la nieve y el viento. Sin embargo, en los momentos más oscuros, cuando el dolor amenazaba con consumirlos una vez más, siempre había un pensamiento que los mantenía en pie: el conocimiento de que, por un breve momento, habían encontrado a alguien que los comprendía. Y aunque sus caminos nunca volverían a cruzarse, esa verdad les daba la fuerza para seguir adelante, cada uno en su propio invierno.

UN CUENTO INVERNALDonde viven las historias. Descúbrelo ahora