La habitación catorce era un espacio frío y pequeño. Contaba con paredes de un blanco e impoluto gotelé y un suelo de parqué que registraba los pasos de aquellos que habían pasado por ella antes. Apenas cabía una cama, una cómoda y un armario empotrado estratégicamente, de tal forma que parecía que no había nada allí si no le prestabas la suficiente atención.
Todo en ella parecía estar dispuesto para que no hubiera distracciones: colores apagados, muebles con aristas redondeadas y una luz tenue que se mezclaba con las sombras y que hacían del cuarto un espacio plano.
Tal vez esa fuera la razón por la que siempre me citaba allí, por ser un lugar lo suficientemente neutro como para que nadie reparara en él. Para que nadie reparara en nosotros, en realidad.
Al igual que aquel escondite, la simplicidad siempre había formado parte importante de su vida. Podría decirse que era un hombre común, como cualquier otro de su edad: pelo oscuro que empezaba a teñirse de blanco, ojos marrones que siempre se escondían tras los cristales inmaculados de sus gafas y un cuerpo escuálido y poco trabajado. Era un hombre paciente y de carácter templado al que siempre le perseguía un aura de divinidad difícil de esconder.
Por ser simple, lo era hasta su nombre.
Adán.
Esa fue nuestra primera regla: No habría apodos, apellidos ni ningún otro apelativo que tuviera que ver con la vida que llevábamos fuera de aquellas cuatro paredes. Yo lo llamaría Adán, y él se dirigiría a mí como Eva.
La costumbre de espantar la realidad cuando cruzábamos el umbral, se convirtió en un ritual casi sagrado que Adán se preocupaba en ejecutar con maestría. Era su forma particular de crear un universo alternativo en el que no existía nada más que esa habitación y nuestros cuerpos.
Fue tal el afán que desarrolló por olvidarse del mundo real, que acabó por endiosar la simplicidad que nos aportaba aquel escondite.
Así es como aquel cuarto pasó a ser el tercero en discordia. Se convirtió en nuestro edén, en un reino que habíamos moldeado a nuestra medida. Un escondite en el que los dos habíamos acabado perdiendo la noción del tiempo entre juegos de sábanas y secretos compartidos.
Allí Adán era más Adán que nunca. Era él sin apariencias impostadas, sin obligaciones, sin problemas y sin prejuicios. Allí se olvidaba de su vida y de ese «qué dirán» que lo atormentaba. No tenía que modular el tono de su voz ni ser ejemplo de nada. Tampoco debía reprimir sus impulsos más primitivos, los mismos que lo empujaban a lanzarse sobre mí como un depredador.
Pero, aunque las batallas que librábamos noche tras noche en aquel rincón apartado del mundo fueran cosa de dos, siempre sentí que algo más rondaba a nuestro alrededor.
Estar en aquel cuarto era como caer dentro del estómago de una ballena. Casi podías ver desde el interior a ese monstruo que te había engullido y sentir las paredes oscilar como lo harían los pulmones con cada bocanada de aire.
Poco a poco comencé a creer que el secretismo de nuestra aventura me estaba volviendo loca, y lo que al principio me pareció el paraíso acabó transformándose en una cárcel.
En ocasiones entraba al cuarto poco convencida, con las piernas temblorosas y una adrenalina que me mantenía alerta hasta que cruzaba la puerta de vuelta a casa. Era como si aquella habitación tuviera ojos y no perdiera detalle de lo que Adán y yo hacíamos, como si hubiera desarrollado la capacidad de escuchar y prestara atención a cada confidencia que compartíamos.
A veces me descubría quieta frente a la puerta, esperando a que el miedo desapareciera, buscando en algún lugar de mi interior el valor para entrar y volver a sentirme como al principio. Pero por más empeño que le puse, nunca conseguí que aquel cuartucho a las afueras de la ciudad volviera a convertirse en el paraíso que fue.
«Oye, Adán.» balbuceé un día mientras yo me vestía y él me observaba desde la cama. «¿Por qué no buscamos una habitación más cómoda?» lo dije en un susurro, temerosa de que las paredes se nos echaran encima.
De mi propuesta nació otra de nuestras reglas: Jamás habría otro lugar que custodiara nuestras citas.
Todavía hoy no comprendo muy bien qué fue lo que me hizo aceptar una regla tan absurda como aquella. Supongo que estaba demasiado enganchada a Adán. O tal vez fuera esa habitación y su forma de absorber el juicio de los que se atrevían a esconderse en ella.
Yo no sé si acabé perdiendo la cabeza por la intensidad que viví con Adán o por aquel cuarto, lo que sí sé es que, de forma inevitable acabé por romper una de nuestras reglas.
De la noche a la mañana me convertí en la villana de la historia. La que inventaba excusas y fingía estar ocupada para no tener que plantarle cara al miedo que me inyectaba un lugar tan insustancial como aquel cuchitril. Me convertí en la mujer que consiguió que su amado mordiera la manzana, esa que carga sobre sus hombros la culpa de un pecado que condenó a toda la humanidad.
Pero nadie es capaz de entender que el único error que cometió Eva fue dejarse engañar por la serpiente.
Mi serpiente fue ese cuarto y ese no sé qué que manada de sus paredes. Esa corriente invisible que nos atravesaba y que activaba partes de nosotros que permanecían muy ocultas.
Aquella tarde no me deshice de mi abrigo cuando entré en la habitación. Tampoco reparé en el traje negro de Adán doblado a la perfección a los pies de la cama. Ni siquiera su torso desnudo consiguió encenderme como lo hacía antes.
Recuerdo el sabor amargo del miedo y la ira cuando se mezclaban en mi boca y cómo el semblante de Adán se endurecía a medida que le relataba lo mucho que me horrorizaba estar allí. Recuerdo que no encontré una sola razón más allá de mis corazonadas que lo ayudara a entenderme y que, inevitablemente, acabé dibujando en su mente la imagen de una Eva un tanto enajenada.
Pero aquella habitación no solo nos escondía a nosotros. Guardaba algo.
Así fue como él se vistió, en silencio, colocándose el alzacuellos con la misma maña con la que recorría mi cuerpo.
Ni siquiera se despidió cuando cruzó la puerta.
Supongo que la habitación catorce de aquel hostal consiguió que Adán y yo no volviéramos a saber más el uno del otro.
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Cuando Adán abandonó el cuarto dando un portazo, dejó sola a Eva iluminada únicamente con la luz débil y parpadeante de una lámpara que se encontraba en la mesilla.
Entonces, el miedo de la mujer se disparó y, antes de pudiera dar un solo paso para salir de la habitación, la luz de la lámpara se apagó sin más y no volvió a encenderse, dejando a la muchacha ser engullida por las sombras.
Fue así como Eva caminó hasta la pared más cercana y se guio con sus manos hasta que dio con el pomo de la puerta, que se resistía bajo sus constantes intentos de abrir la puerta.
Nunca nadie supo si, finalmente, Eva consiguió salir de la habitación catorce de aquel hostal.
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Historias para Almas curiosas
RandomToda historia merece ocupar el rincón que se le ha asignado. Toda historia merece ser degustada con delicadeza y recorrer su propio camino. Todas las historias merecen tener un lugar en aquellos corazones dispuestos a acogerlas. Aquí están muchas de...