Tras aquella época amarga de su lesión y el alejamiento del fútbol, Diego había pasado los últimos años algo distante de sus viejas pasiones. Las tardes que antes dedicaba a correr tras una pelota o a montar su minimoto por las afueras de Madrid, ahora las empleaba en paseos tranquilos y en ayudar a su padre en el taller. Sin embargo, a pesar de su aparente calma, su padre, Rodrigo, notaba que el fuego en su hijo no se había apagado del todo.
Rodrigo era un hombre observador, y aunque Diego no mencionaba nada, sabía que algo faltaba en la vida de su hijo. A menudo veía a Diego mirando con nostalgia la minimoto de cross que había quedado cubierta de polvo en el rincón del taller. Rodrigo, conocedor del carácter inquieto y determinado de su hijo, no quería que su sueño quedara enterrado bajo esa nube de decepción. Fue entonces cuando se le ocurrió una idea que cambiaría el rumbo de la vida de Diego.
Una tarde, mientras trabajaban juntos en el taller, Rodrigo llamó a su hijo. -Diego, ¿te acuerdas de aquella moto que tanto te gustaba? -preguntó, señalando la minimoto que llevaba años sin usarse.
Diego asintió en silencio, sin saber a dónde iba su padre con esa pregunta.
-He estado pensando... Tal vez los saltos y los circuitos de cross no eran lo tuyo. Pero ¿qué me dices del asfalto? -continuó, observando la reacción de su hijo.
-¿El asfalto? -repitió Diego, algo confuso.
Rodrigo sonrió. Con una chispa de emoción en los ojos, se acercó a la puerta del taller y salió al exterior. Diego lo siguió, curioso. Frente a ellos, aparcada en el patio, había una moto distinta a cualquier otra que Diego hubiera visto antes. No era una minimoto de cross, sino una elegante y aerodinámica moto de circuito, diseñada para carreras en el asfalto. La máquina brillaba bajo el sol del atardecer, con un diseño compacto pero poderoso que parecía invitar a ser montada.
-Es para ti, hijo -dijo Rodrigo, apoyándose en la moto-. He estado trabajando en ella durante meses. Sabía que un día querrías volver a montar, y pensé que tal vez esta vez deberías probar algo diferente.
Diego miró la moto con asombro. Había escuchado hablar de las carreras en asfalto, de los circuitos locales donde algunos pilotos jóvenes se entrenaban para competiciones mayores. Sin embargo, hasta ese momento, nunca había considerado que él pudiera ser parte de ese mundo.
-¿De verdad es para mí? -preguntó Diego, todavía incrédulo.
Rodrigo asintió. -Es tuya. Y creo que, si le das una oportunidad, descubrirás que tienes mucho que ofrecer en este deporte.
A pesar de sus dudas iniciales, Diego sintió cómo algo dentro de él se despertaba nuevamente. Subió a la moto, sintiendo el peso y la firmeza del vehículo bajo sus manos. Aunque era diferente a la minimoto de cross, el sentimiento de libertad y velocidad era el mismo. El rugido del motor cuando la encendió le recorrió todo el cuerpo, llenándolo de una energía que había creído perdida.
El primer contacto con el circuito
A la semana siguiente, Rodrigo llevó a Diego al circuito de velocidad de Madrid, uno de los pocos espacios donde los jóvenes pilotos podían entrenar y probar sus habilidades. Para Diego, el ambiente era completamente nuevo: ya no había polvo ni saltos, ni los terrenos irregulares que caracterizaban las pistas de cross. En su lugar, el asfalto se extendía ante él como una serpiente lisa y brillante, con curvas cerradas y rectas que prometían una experiencia completamente distinta.
La primera vez que Diego tomó las curvas, su cuerpo tardó en adaptarse. Había algo en la precisión del asfalto que requería una concentración y control distintos a los que estaba acostumbrado. Pero tras varias vueltas, empezó a sentirlo: el equilibrio, la velocidad, la manera en que la moto respondía a cada movimiento de su cuerpo. Lo que comenzó como una prueba se convirtió rápidamente en una nueva pasión.
Rodrigo, observando desde el lateral del circuito, sonreía con orgullo. Sabía que su hijo había encontrado su camino nuevamente.
Después de semanas de entrenamiento, Diego comenzó a inscribirse en pequeñas competiciones locales que se celebraban en los circuitos de Madrid y Toledo. Eran carreras modestas, con otros jóvenes que también estaban descubriendo su amor por las motos. Sin embargo, desde el primer momento, Diego destacó. No por su velocidad -que aún tenía que desarrollar- sino por su control y estrategia en cada curva. Su habilidad para leer el trazado y saber cuándo acelerar y cuándo frenar le valieron algunos de los primeros lugares en las competiciones.
A medida que pasaban los meses, Diego fue ganando reconocimiento entre los pilotos locales. Su nombre comenzó a mencionarse en los círculos de aficionados y corredores, y aunque era joven, muchos veían en él un potencial que podía llevarle más lejos de lo que él mismo había imaginado.
El apoyo incondicional de Rodrigo
Rodrigo, siempre presente en las gradas, se convirtió no solo en su mayor admirador, sino también en su mecánico de confianza. Entre ambos ajustaban la moto después de cada carrera, buscando siempre la manera de mejorar su rendimiento. Las largas horas en el taller se habían convertido en una especie de ritual para padre e hijo, un tiempo que ambos compartían y en el que, poco a poco, se iba gestando el futuro de Diego.
A los trece años, tras haber ganado varias competiciones locales, Diego tomó una decisión que cambiaría su vida. Sentado en el taller junto a su padre, tras una intensa jornada de entrenamiento, lo miró a los ojos y le dijo:
-Padre, este es mi deporte. Las motos son lo que realmente quiero hacer.
Rodrigo, quien ya había intuido ese sentimiento en su hijo, lo miró con una mezcla de orgullo y emoción. Sabía que aquella declaración venía del corazón, y aunque el camino no sería fácil, apoyaría a Diego en cada paso.
-Si esto es lo que quieres, entonces lo haremos juntos -respondió Rodrigo-. Pero debes entender que no será fácil. Habrá momentos de triunfo, pero también de derrota. ¿Estás dispuesto a aceptar eso?
Diego asintió con determinación. Después de todo lo que había pasado, sabía que no había marcha atrás. Las motos, el asfalto, las carreras... todo ello se había convertido en parte de él, algo que no podía abandonar.
La mirada hacia el futuro
Los años que siguieron fueron de esfuerzo constante. Diego continuó compitiendo en circuitos locales y regionales, mejorando en cada carrera y aprendiendo de cada error. Con el tiempo, empezó a soñar con competir en las grandes ligas, con representar a Madrid y a su familia en competiciones más allá de los límites de la ciudad.
Pero lo más importante, Diego había encontrado algo que le hacía sentir vivo de nuevo. Aunque el fútbol siempre tendría un lugar especial en su corazón, las motos de circuito eran lo que realmente le apasionaba. En cada carrera, sentía la emoción de la competencia, el desafío de mejorar, y la libertad que solo el rugido de un motor podía darle.
Y así, el joven que había dejado el fútbol y las motos de cross a los nueve años, se descubría a sí mismo, a sus trece, como un piloto de asfalto decidido a conquistar las pistas.
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A toda Velocidad: Diego's History
General FictionLa historia de ficción y deportes de la vida de un niño que le gustaba el fútbol y las motos, guión y argumentos Alberto Mascuñano, redacta Chat gpt.