Capítulo I

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Tom se sentía estúpido. Utilizado y estúpido. No lograba conciliar el sueño y se removió durante horas hasta que las sábanas se le pegaron a la piel cubierta de sudor, impregnada de una excitación que no lograba apagar nunca. Se levantó tembloroso, con la boca seca y el corazón a mil por hora, los dedos hormigueándole de impaciencia por volver a tocar la piel femenina. Era el recuerdo de Leonette, que lo asaltaba durante la madrugaba, torturándolo implacable. No podía evitarlo, la sensación de su cuerpo perduraba en las manos y en la boca; cuando recordaba lo que habían hecho juntos temblaba de rabia, de impotencia. Un anhelo tan fuerte se apoderaba de él que sentía la necesidad de arrancárselo de la carne a zarpazos.

La culpa de su estado era suya y solo suya. Por más que intentase culpar a Leonette, la culpa la tenía él por haberse rendido a sus instintos. No podía negar la atracción que sentía por la joven, la atracción que sintió el primer día que la vio parecía estar escrita en sus genes, como si un poder ancestral lo obligase a permanecer siempre en contacto con su cuerpo; todos estos meses había ahogado esa primaria necesidad en alcohol y entre los muslos de otras mujeres. Su deseo por ella era tan fuerte que le retorcía las entrañas y le provocaba aquella angustia durante las horas más oscuras. ¡Ni siquiera podía aliviarse él mismo!, -y no por falta intentos- y la desesperación había dado paso a la vergüenza, a la rabia.

Ella no era para él. Nunca sería para él.

Se levantó del camastro, tan desvelado y tembloroso que durante un momento consideró la posibilidad de golpearse la cabeza contra la pared. Con un poco de suerte caería inconsciente y conciliaría por fin el tan ansiado descanso. Su sentido común desechó aquella idea, porque estaba seguro de que cuando se durmiera, soñaría con ella y eso sería todavía peor. Tras ponerse unos pantalones, abandonó el cuartucho dónde dormía. Tenía una cabaña para él solo al lado de los establos, dónde trabajaba. Tom era un simple mozo de cuadras de manos encallecidas y gesto adusto, un hombre de pocas palabras al que no le gustaba malgastar saliva en conversaciones banales. Pero tenía un respetable sentido del honor que le había ganado la confianza del señor de aquellas tierras y se encargaba del mantenimiento y crianza de los caballos; cuando Lenoette cumplió la edad necesaria, fue él quien le enseño a montar, porque durante generaciones, la familia se había entrenado para la monta de competición y ella iba a ser la estrella. El primer día que la preciosa Leonette entró en los establos para elegir una montura con la que comenzar su adiestramiento tan solo tenía seis años y un agujero en su sonrisa dónde antes tenía un diente.

Necesitaba quitarse aquella sensación de encima, aquel sabor de los labios, aquel recuerdo de la mente, aquel aroma que todavía hoy recordaba desde hacía una semana. El cuerpo desnudo de la mujer, el sabor salado de su piel, los temblores de su sexo… todo había sido tan perfecto que parecía una fantasía. ¡Qué preciosa era! ¡Qué excitante! ¡Qué dulce! Se alejó de los establos dónde todas las bestias dormían, buscando un lugar dónde apagar el fuego que lo devoraba por dentro. Se le ocurrió que en el cementerio que había cerca de la mansión, dónde estaban enterradas todas las generaciones de ricos terratenientes especializados en caballos, lograría sentirse lo bastante incómodo como para dejar de pensar en el cuerpo de Leonette y reflexionaría acerca del significado de la vida.

Se equivocaba.

Leonette estaba allí, al pie del enorme panteón que presidía el cementerio, vestida con un traje blanco y un libro en las manos. Desapareció en el interior del mausoleo, dejando tras de sí una etérea estela fantasmagórica y Tom sufrió una recaída instantánea, como si el suelo se hubiera abierto bajo sus pies. La siguió como un autómata, con la mente completamente obnubilada por el deseo.

La encontró bajo el altar de la fría capilla, con el traje desparramado a sus pies como espuma de mar. Se fijó en que era su traje de boda, el que llevaba semanas confeccionando y el que llevaría cuando se casara con el niño rico con el que estaba comprometida. Tom se perdió en la visión de aquel rostro hermoso, recordando lo pálido y suave que era su cuerpo desnudo como el de una yegua joven; no le dio importancia a nada, ni al lugar, ni a la extraña situación ni al hecho de que hubiera pasado una semana entera sin verla y ahora se moría de ganas por tocarla.

Pura razaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora