𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝚍𝚘𝚜

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La casa del abuelo de Cristina era perfecta para los días de Semana Santa. En las afueras del pueblo, sin vecinos, la casona había pertenecido a la familia desde principios de siglo, cuando Las Vertientes no existía como pueblo y en la zona sólo había algunas estancias, muy separadas unas de las otras, y de las cuales esa casa era el casco de la que pertenecía al bisabuelo de Cristina. Con el paso del tiempo, y después de algunas malas épocas que obligaron a vender grandes parcelas de tierra, quedó finalmente un gran parque repleto de robles y pinos, y en el centro, la casa, a la que se llegaba después de caminar un largo trecho bajo la sombra cerrada del bosque de casi cien años.Por un capricho de la bisabuela de Cristina, la casa había sido diseñada en un estilo gótico que la hacía parecer más una pequeña iglesia europea que una estancia. Construida totalmente en piedra, estaba cubierta de musgo y enredaderas, que, al secarse, en invierno, le daban un aspecto de abandono y de vejez que producía tristeza o cierto temor.

 Esa mañana amaneció frío. Para ir a Las Vertientes, Carlos primero debía viajar a Córdoba. Vivía en un pequeño pueblo llamado Los Molles, al norte de la provincia. Después de terminar la secundaria, había decidido, que por ese año no iría a la Universidad y se quedó en el campo. A veces extrañaba a su tía, con la que había vivido en la ciudad, y más extrañaba a sus amigos del colegio, las salidas imprevistas, ir a bailar o todos al cine y a la salida comer en casa de Leticia, que vivía en el centro y la madre siempre tenía algo rico, sobre todo cuando ellos no tenían plata. 

 Se levantó a las cinco de la mañana. Desde Los Molles hasta Córdoba tenía dos horas, allí debía encontrarse con Manuel y otras tres hasta Las Vertientes: calculó que llegarían al mediodía.

 Todavía era de noche cuando salió de su casa. Él mismo se había preparado el desayuno tratando de no hacer demasiado ruido, porque sabía que si su madre se despertaba tendría que escuchar nuevamente todas las recomendaciones que ya había escuchado la noche anterior. "Pobre...", pensó, "me pide que me cuide... ni se imagina lo que está pasando..."

 Mientras esperaba el ómnibus en la terminal, recordó la llamada de Leticia avisándole que debía preparar todo. La reunión se llevaría a cabo en Semana Santa y en la casona de Las Vertientes. Habían pasado un fin de semana allí, hacía dos años, pero aquella vez lo hicieron para divertirse. 

 Ya en la ruta se acomodó para dormir. Le había tocado el asiento al Iado de la ventanilla. Se levantó la solapa de la campera para cubrirse del aire frío que le daba en el cuello; se acurrucó dándole la espalda a la señora que estaba sentada a su lado, y, antes de cerrar los ojos, pudo ver cómo las primeras luces del día iluminaban los sembradíos, unos cipreses haciendo hilera al costado de una casa y, por todos lados, las vacas, que, a esa hora, comenzaban a pastar. 

 Leticia le había dicho que a las nueve la pasaría a buscar y eran las nueve y medía y todavía no llegaba. De haber sabido se quedaba un rato más en la cama. Odiaba levantarse temprano. Siempre, desde chica, cuando iba a la escuela. Por eso nunca organizaba nada para la mañana y había elegido los horarios de tarde en la facultad. Pero esto era distinto. No podía decirle a Leticia que ella iría después del mediodía porque a la mañana dormía. Le daba miedo quedar como una perezosa o algo así. Por momentos se sentía -no sabía explicarlo juzgada por sus compañeros. Pensó, mientras esperaba a Leticia, que no siempre disfrutaba estar con ellos. En realidad jamás la habían tratado mal no podía decir algo así-, no era eso, sino gestos...como si le ocultasen algo...o cosas que la hacían sentir diferente. No importaba; la habían invitado a las sierras y ella no pensaba desperdiciar la invitación. Unos días en Las Vertientes le vendrían bien.

 Tocaron la puerta. Debía ser Leticia. Se levantó rápidamente de un sillón hamaca en el que estaba medio recostada y fue a abrir.

 A Leticia le pareció que Marcela estaba medio dormida cuando le abrió la puerta. Se disculpó por la demora y le pidió que la invitara con un café o cualquier cosa caliente. Mientras entraba le explicó que se había quedado dormida y cuando se despertó y vio la hora salió volando y no tomó nada. Y hasta que llegaran no iba a aguantar con el estómago vacío. 

 Tomaron un café con galletas antes de subir al taxi que las llevó hasta la terminal de ómnibus. A Leticia le causaba gracia ver cómo el aire frío de la mañana iba despertando cada vez más a Marcela: los ojos se le deshinchaban y hablaba más rápido, como lo hacía siempre. Antes de subir al ómnibus compraron cigarrillos y unas pastillas de menta; los cigarrillos para Marcela y las pastillas para Leticia, sin azúcar, por sugerencia de su amiga.

-Me imagino que allá habrá algún lugar adonde pueda comprar cigarrillos -dijo Marcela una vez que estaba arriba del ómnibus-, si no, estoy frita porque ésta es la única etiqueta que llevo.

-No sé qué decirte, supongo que sí, aunque seguro hay que ir en auto porque allá, cerca, no hay nada le respondió Leticia. 

 El ómnibus cerró la puerta. Lentamente comenzó a moverse hasta tomar la rampa de salida de la terminal donde finalmente aceleró. En la bajada, Marcela y Leticia sintieron un cosquilleo en el estómago. 

 No sabían que una de las dos no volvería del viaje que comenzaban. 

 El día anterior, al rato de sentarse y poner en marcha el auto, los vidrios comenzaron a empañarse. Rafael pensó que comenzaban los fríos más fuertes y ya no era una buena idea dejar el auto en el patio, sin entrarlo en la cochera. Se bajó del auto y se dirigió a la cocina. De un armario sacó una pequeña franela. Cuando la tuvo en sus manos recordó a su madre con la misma franela en las manos en las mañanas de la casa. Hacía más de dos meses que había muerto y lo seguían persiguiendo todos esos pequeños recuerdos que, pensó, no lo dejarían nunca. 

 Se fijó en la hora e imaginó que Cristina lo estaría esperando.

 Cuando salió de la casa, camino a la de Cristina, revisó mentalmente todos los preparativos. Calculó que no llegarían a Las Vertientes antes de las dos de la tarde. 

 Cristina lo había previsto y preparó unos sándwiches. Estaba sentada en la mesa de la cocina, mirando la calle, cuando Rafael estacionaba el auto en la puerta de la casa. Tomó el bolso, que estaba a su lado, saludó a su mamá mientras escuchaba, impaciente, lasúltimas indicaciones, y salió justo en el momento en que Rafael estaba por golpear la puerta. Se besaron y subieron al auto rápidamente. Una hora después, tras pasar; como también estaba previsto, por un supermercado, tomaron la ruta a una velocidad que los asustó cuando, más adelante, doblaron en una curva bastante cerrada. 'Tengo que tranquilizarme", pensó Rafael, mientras le pareció ver, más tarde, la silueta de una vaca cruzar lentamente de una orilla a la otra del camino.

𝐿𝑎 𝑣𝑒𝑛𝑔𝑎𝑛𝑧𝑎 𝑑𝑒 𝑙𝑎 𝑣𝑎𝑐𝑎Where stories live. Discover now