Oscar Wilde, uno de mis escritores favoritos, dijo alguna vez: «El rostro de una mujer es su obra de ficción».
Creo que sé mucho sobre eso.
Todavía recuerdo cuando trataba de ser la mejor versión de mí: relajada, amistosa y auténtica.
Cualquier persona positiva que nada en un océano de optimismo diría que, intentando apegarte a esas cualidades —y seamos sinceros, unas cuantas mas; porque a veces eso no es suficiente—, es como se llega lejos. Odiaría saber que he reventado la burbuja de aquellos que desean ver el mundo con ojos llenos de arcoíris y purpurina, pero no puedo sostener lo que para mí, es una vil mentira.
Como sea, mi querido señor Wilde, con sus palabras en mente, me pregunto qué antifaz estoy usando justo ahora.
Nunca pensé que terminaría así... Aunque, siendo honesta conmigo misma, tampoco puedo decir que me creía exenta de cualquier eventualidad.
La vida me ha enseñado que lo inesperado siempre encuentra la forma de irrumpir, de modificar, o simplemente de arrebatártelo todo.
Y aquí estoy, boca arriba sobre la alfombra teñida de carmesí; preguntándome si el contorno y las gotas de cristal que cuelgan de él, serán mi última visión antes de partir al otro mundo.
Aún siento el ardor de... Bueno, no es eso lo que me aqueja, de hecho, me parece que la adrenalina liberada por mi cerebro ha hecho su parte adormeciendo mis sentidos.
No obstante, y de manera contradictoria a lo que acabo de decir; advierto un constante punzar en mi pecho. Es la sensación agridulce de los recuerdos, y todo lo que me trajo hasta aquí, lo que ocupa mi mente.
Me parece curiosa la manera en que todo se presenta ante mí, como una película que muestra imágenes y sonidos tan vívidos que me hacen vibrar.
Muchas personas suelen afirmar que tu vida pasa frente a tus ojos cuando estás a punto de morir, y creo que es verdad. Esta sonrisa que ahora esbozo, se debe a la nostalgia que hace lo suyo y me regresa a cierta noche de luces y risas; una noche en la cual, me ilusioné con el motivo de mi caída.
Porque caí, en todo el sentido de la palabra.
O sería mejor decir que me lancé al vacío de cabeza, y no puedo alegar que solo fui un inocente corderillo atraído por el encanto del lobo. Yo sabía lo que él era, pero no me importó. Y así, me enamoré de quién era.
Y es que... es realmente increíble lo que hacemos cuando caemos en un estado alucinatorio llamado: «enamoramiento».
Todo te parece lindo, y no haces más que seguir la corriente; aunque veas todas las banderas rojas que flanquean el río de tus emociones, te dejas llevar incluso con una sonrisa de boba sin detenerte a pensar en que esa fe ciega podría ser tu perdición.
O tal vez, se trata de que simplemente no quieres ver eso que está frente a tus narices.
Como se dice popularmente: «No hay peor ciego que el que no quiere ver», ¿no?
Nadie mejor que yo para describir la ceguera que causa este mal que la humanidad ha nombrado «amor».
Un ejemplo de ello sería el romance furtivo que tuve con aquel que en realidad nunca ha sido con quien me casé.
Es extraño ser la mujer de quien amas, y yacer con un total desconocido añorando por la sonrisa que adoras en la imagen de quien en teoría es, pero que en la práctica jamás será quien dice ser, y que es con quien debes amanecer.
¿Confuso?... Sí, un poco. Ni siquiera yo habría comprendido esta misma frase años atrás.
Lo único que sé es que no me arrepiento de nada, y volvería a hacer todo igual si tuviera la oportunidad. Es más, daría cualquier cosa por recomenzar desde cero, por tal de que mis acciones y cada una de sus consecuencias me llevaran a Shanks Figarland.
—Aprieta el gatillo —digo con dificultad—. Me harás un favor.
Sus ojos ámbar podrían llamear justo ahora, si el hecho fuese posible.
—¿Tanto quieres librarte de mí, mi amor? —me pregunta con rabia.
La mandíbula, cuadrada y varonil, se le tensa resaltando un pequeño músculo facial de cada lado.
No es consuelo, pero al menos será su rostro lo último que mis ojos vean antes de cerrarse para siempre, y no el candelabro debajo del cual él se sitúa parado junto a mi maltratado cuerpo.
No. ¿A quién quiero engañar?
Por muchos que sean los procesos a los que se haya sometido un trozo de cristal para hacerlo parecer un diamante, el cristal, siempre será cristal.
—«Hasta que la muerte nos separe», ¿no es así, querido? —pregunto a mi esposo sonriendo por la ironía.
Frunce los labios a medida que sus fosas nasales se dilatan a causa de su pesada respiración. Está enfadado, más allá de los límites de su tolerancia.
Algunos mechones de su cabello rojo se pegan a su frente debido al agua que todavía cae de los aspersores contraincendios.
De la herida en su ceja izquierda, emana un hilo de sangre hasta su mejilla; cae de gota en gota hasta el duro pectoral que se le remarca contra la tela mojada, de lo que antes era una impoluta camisa manga larga.
Su pómulo derecho está amoratado, y río a causa de lo bien que se siente saber que soy la causante de ello.
Debo reconocerlo; luce más guapo así, herido y maltratado.
Río aún más, pensando en que por poco logro mi cometido al haber intentado huir e incendiar esta mansión.
No necesito decirle qué es lo que me causa tanta gracia. Él lo sabe, y eso le está tocando los cojones.
—¿Qué clase de esposo no cumple los deseos de su mujer?
—Pues ya sabes lo que dicen... —murmuro con voz rasposa—. «Esposa feliz, vida feliz».
—Entonces —dice, y parece decidido—, concederé tu petición, señora Figarland.
—Muchas gracias, señor Figarland.
El tiempo parece ralentizarse ahora que mis ojos se posan en su dedo ejerciendo presión en el gatillo, antes de que se claven en esos orbes ámbar que me hacen sentir tanto y recordar, lo feliz que una vez fui.
Casi puedo escuchar mi exhalación, antes de que un disparo ensordecedor selle mi destino.
Lo prometido es deuda, así que he dejado esta introducción y una playlist, en la que iré añadiendo canciones (o removiendo las que, a lo mejor no usaré en caso de que cambie de opinión).
Espero que esta introducción haya llamado tu atención, y que me acompañes en este viaje que estará lleno de deseo, pasión y peligro.
PD: No esperen romance totalmente vainilla.