Que la pantalla sea testigo
Testigo del día que me anime a sobrepasar esa barrera que yo misma he levantado hacia ti.
Veo cómo la luz te ilumina la cara
Entonces pienso que será mejor esperar una escena más, una más oscura, para que nadie, excepto la pantalla, nos vea.
Que seamos solo tú y yo, en este templo lleno de butacas rojas, en este trocito de tiempo congelado.
Congelado como la punta de mi nariz.
Congelado como el escalofrío que me recorre la espalda cada vez que siento que puedo hacerlo, que me darían igual las consecuencias.
Entonces me incorporo, y espero a que la pantalla me da una señal.
Pero aquí estoy, a un centímetro de ti, inmóvil.
E inmóvil me quedaré.
Primero en la garganta, luego en el vientre y en las piernas que tiemblan, como temblaría mi voz si se atreviese a pronunciar palabra.
Pero aquí estoy, inmóvil, e inmóvil me quedaré.
Del laberinto sin salida en mi cabeza, de las montañas rusas en mi estómago. ¿Qué espacio ocupas tú? El de la butaca a mi lado.
Por pudor, por vergüenza. No me miras, no te miro.
Por cobarde, por inerte. No te miro, no me miras.
La pantalla no nos regala más escenas.
La pantalla ya no es nuestra amiga. Y nos quedamos solas delante de ella.
En este templo de butacas rojas donde ni dios nos puede juzgar.
Pero no te miro, y no me miras.