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La noche había caído y la habitación de Megumi estaba iluminada solo por el cálido resplandor de su lámpara de escritorio. Llevaba horas enfrascado en sus apuntes, tratando de memorizar fórmulas y conceptos para la prueba que tenía al día siguiente. Pero, por mucho que se concentrara, su mente estaba agotada y su paciencia al borde del colapso.

Frustrado, dejó caer la cabeza sobre el escritorio y suspiró profundamente, sintiendo el peso de la tensión acumulada. Tal vez un poco de aire fresco lo ayudaría a despejarse. Se levantó y, casi sin pensar, fue hacia el balcón y corrió las cortinas, dejando entrar la brisa nocturna.

Fue en ese momento que su mirada chocó directamente con la escena del otro lado.

Ahí estaba Itadori, despreocupado como siempre, con la puerta de su balcón y las cortinas completamente abiertas, exponiendo cada rincón de su cuarto iluminado. Lo primero que Megumi notó fue su vecino, apenas cubierto por una toalla blanca que apenas le llegaba a la cadera, abrazando su cintura y dejando al descubierto su torso húmedo, todavía perlado de agua, como si acabara de salir de la ducha. Los músculos de su abdomen, firmes y definidos, parecían brillar bajo la luz, y su piel morena parecía incluso más cálida en contraste con el blanco de la toalla.

Megumi sintió cómo su rostro se encendía al darse cuenta de que sus ojos se habían posado, casi sin control, en las líneas de aquel abdomen marcado, en la forma de sus caderas, en cómo la tela se ceñía peligrosamente cerca de sus... Sin quererlo, se llevó una mano a la cara, intentando cubrir el rubor que ya sentía extendiéndose por sus mejillas. “¿Es que este tipo nunca cierra sus malditas cortinas?”, pensó, reprimiendo la incomodidad que se entremezclaba con una sensación mucho más cálida y difícil de admitir.

Justo cuando estaba a punto de apartar la vista, algo lo detuvo: Itadori había notado su presencia.

Por un instante, Megumi pensó que su vecino se avergonzaría o intentaría cubrirse. Pero, en lugar de eso, Itadori lo miró directo a los ojos y esbozó una sonrisa juguetona, una de esas que parecían burlarse, pero que al mismo tiempo tenían una calidez desarmante. Era una sonrisa natural, tan segura y relajada que hizo que Megumi sintiera un escalofrío recorrerle la espalda. Itadori ni siquiera intentó ajustar la toalla; parecía totalmente a gusto con la situación, disfrutando de que su cuerpo estuviera bajo la mirada ajena.

Atrapado entre el orgullo y la vergüenza, Megumi se quedó inmóvil, sintiendo que sus pensamientos se hacían un nudo. Cada célula de su ser le gritaba que diera media vuelta, que cerrara las cortinas y siguiera estudiando. Pero, por algún motivo, se quedó ahí, sosteniendo la mirada de Itadori, sintiendo cómo su cuerpo reaccionaba ante esa sonrisa provocadora, ante esa presencia tan libre y natural.

Sin decir una sola palabra, ambos se quedaron en silencio, sus miradas conectadas a través del cristal. Y, aunque no lo admitiría en voz alta, Megumi supo en ese momento que Itadori estaba consciente del efecto que tenía sobre él… y que, de alguna manera, le gustaba jugar con eso.

              𝖻𝖺𝖻𝗒,    i'm   𝗀𝗈𝗈𝖽  𝖿𝗈𝗋    𝗒𝗈𝗎.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora