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El mundo se desdibujó en un torbellino de luces y lluvia. El sonido de la tormenta se convirtió en un zumbido distante, mientras el camión se acercaba a toda velocidad, sus faros como dos ojos amarillos fijos en ella. Las adolescentes que corría delante no parecían darse cuenta del peligro y Flor, en un acto de reflejo que la llenó de adrenalina, las empujó hacia la acera.

Pero ella misma quedó atrapada en el camino del vehículo. Segundos antes del impacto, una clase de vórtice de tonos del universo se abrió bajo sus pies,  una explosión de colores vibrantes e intensos que la atrajo con fuerza hacia su interior. Cayendo en él, la sensación de peligro se desvaneció, sus sentidos se aturdieron  y el  mundo  se  convirtió  en  un  vórtice  de  luz  y  ruido. Las  estrellas,  brillaban  con  una  intensidad  cegadora,  brillantes  como  diamantes  en  un  cielo  negro. Un sentimiento  de  calma  y  vacío  la  inundó,  una  sensación  extraña que le hizo olvidar  el  miedo.

Y luego, la oscuridad.

El conductor, al escuchar el grito de las jóvenes a lo lejos, frenó de golpe, aturdido por la  situación. Se bajó del camión con cuidado, temiendo haber atropellado a alguien. Se fijo si había alguien, pero no vio a nadie frente al  camión.

Un suspiro de alivio le escapó de los labios. Se  relajó un poco, aunque la adrenalina seguía  pulsando en sus venas. Se dirigió hacia las  jóvenes, quienes lo miraban con miedo  y  confusión.

Flor, sin embargo, no estaba ahí. Ella se había  ido, absorbida por el vórtice de colores, dejando  atrás la realidad que conoció para  aventurarse en un nuevo destino.


.……….


El sonido de las olas rompiendo en la orilla era el único acompañamiento a la confusión que inundaba la mente de Flor. Era un sonido hipnótico, que la invitaba a relajarse, a olvidar el caos que la había traído hasta aquí. Pero el sonido de las olas solo servía para acentuar la desorientación que la envolvía.

La arena bajo sus pies, suave y húmeda, contrastaba con el asfalto mojado de Santa Rosa que había dejado atrás. No había calles, ni edificios, ni la cacofonía de autos que la acompañaba en su vida diaria. El asfalto gris y frío de su ciudad, con sus charcos reflejando las luces de los faroles, había sido reemplazado por una inmensidad dorada que se extendía hasta donde alcanzaba la vista.

El cielo, en lugar del gris tormentoso de su hogar, ahora era un lienzo azul salpicado de nubes blancas que se movían sin prisa. El sol, un disco brillante que se asomaba entre las nubes, proyectaba un calor que le era desconocido, un calor que la hacía sentir vulnerable, expuesta. El cielo de Santa Rosa, nublado y amenazante, había sido reemplazado por un cielo infinito, un cielo que le hablaba de un mundo nuevo, un mundo que le era ajeno.

Flor se levantó, tambaleándose, y se apoyó en una roca para no caer. Su impermeable amarillo, empapado por la lluvia y la arena, se pegaba a su piel, la sensación era extraña, gélida. El peso del agua y la arena lo hacían casi  irrompible, un lastre que la arrastraba hacia abajo. Se desprendió del abrigo, el agua fría le recorrió el cuerpo,  dejándola temblando.

Su vestido, debajo del impermeable, también estaba empapado, pegado a su piel, una sensación extraña, gélida. Miró a su alrededor, buscando algo familiar, algo que la ayudara a entender dónde estaba. La costa se extendía ante ella, una inmensidad de arena y agua que le provocaba vértigo. Pudo divisar edificios no muy lejos de ella.

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⏰ Última actualización: Nov 06 ⏰

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