Recuerdos y Secretos.

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Después de pasar horas en el café, Isabel y Mateo decidieron caminar por las calles de la ciudad. El aire nocturno era fresco, y la noche tranquila creaba un ambiente perfecto para seguir conversando. Había tanto por decir, tantas preguntas que hacer, que ambos sentían que el tiempo les quedaba corto.

—¿Recuerdas cuando nos escapábamos para venir aquí de noche? —preguntó Mateo, señalando el parque en el que solían pasar sus tardes de adolescencia.

Isabel rió suavemente, evocando aquellos momentos.

—Claro que lo recuerdo. Tu gran plan era que nadie nos descubriera, aunque todos sabían que estábamos aquí.

Mateo sonrió y se detuvo un momento para mirarla.

—Siempre fuiste la sensata de los dos. Creo que si no hubiera sido por ti, habría terminado metiéndome en más problemas.

—No seas exagerado —dijo Isabel, dándole un ligero empujón en el brazo—. En el fondo, siempre supe que tenías buen corazón, aunque trataras de hacerte el chico rebelde.

La sonrisa de Mateo se desvaneció por un momento, como si sus palabras hubieran tocado algo profundo.

—¿Sabes? —dijo, después de un breve silencio—, me preguntaba si habrías cambiado mucho, si serías otra persona al volver… Pero, en realidad, sigues siendo esa Isabel que siempre me conocía mejor que nadie.

Isabel lo miró y sintió un nudo en el estómago. Aunque había cambiado en algunos aspectos, en otros sentía que seguía siendo la misma joven que soñaba despierta y que confiaba en su mejor amigo. Sin embargo, sabía que la vida había dejado huellas en ambos.

—Supongo que todos cambiamos un poco —dijo ella, con un toque de melancolía—. A veces pienso que me he convertido en alguien diferente, y otras, que sigo siendo exactamente la misma. ¿Tú has cambiado, Mateo?

Mateo suspiró y desvió la mirada hacia las luces de la ciudad.

—Bueno… —empezó, como si pesara cada palabra—. La vida también me ha enseñado algunas lecciones. Hubo un tiempo en el que pensé que debía dejar atrás muchas cosas. Pero en el fondo, hay partes de mí que permanecen intactas… partes que quizás solo tú conoces.

Isabel sintió la intensidad de sus palabras y se preguntó qué significaban realmente. ¿Había cosas que Mateo no le había contado, secretos que había guardado todo ese tiempo? Antes de que pudiera preguntar algo más, Mateo cambió de tema, volviendo a esa sonrisa que siempre la hacía sentir en casa.

—¿Recuerdas cuando planeábamos que nos iríamos juntos de esta ciudad? —preguntó, con una mezcla de nostalgia y humor—. Siempre decías que abriríamos una cafetería en algún lugar de la costa y que viviríamos cerca del mar.

Isabel soltó una carcajada.

—Sí, ¿cómo olvidarlo? Tenía todo un plan. Seríamos dos amigos viajando por el mundo y creando una vida distinta. Pero luego… bueno, la vida sucedió. —Se quedó en silencio un momento y luego añadió—. Y me fui sola, sin siquiera despedirme de ti como se debía.

La sonrisa de Mateo se suavizó, y una expresión de comprensión apareció en su rostro.

—No tienes que disculparte, Isa. Sabía que tenías que irte, que esta ciudad te quedaba pequeña. Nunca te guardé rencor… aunque me dolió perder a mi mejor amiga.

Isabel lo miró sorprendida; esas palabras revelaban más de lo que ella esperaba.

—Mateo, no sabes cuánto me arrepentí después. No hay un solo día en que no me pregunte cómo habría sido si me hubiera quedado, o si hubieras venido conmigo.

Mateo asintió y, en ese momento, ambos supieron que compartían la misma nostalgia, aunque ninguno se atreviera a confesarlo. A veces, el pasado dejaba marcas que no se podían borrar.

Después de unos minutos de silencio, Mateo se detuvo de repente y, mirándola fijamente, dijo:

—Isabel, hay algo que siempre quise preguntarte. ¿Por qué te fuiste sin decir adiós?

Isabel tragó saliva y bajó la mirada. Esa era una pregunta que había temido, y ahora no podía esquivarla. Aquel día, cuando decidió marcharse sin despedirse de nadie, había sentido una mezcla de miedo y desesperación. No quería atarse a nada, ni siquiera a la ciudad que le había dado tanto.

—Fue una locura, Mateo. En aquel momento sentí que tenía que irme rápido, sin pensarlo dos veces. No quería que nada ni nadie me detuviera. Me fui porque tenía miedo de quedarme atrapada aquí, de quedarme estancada… —dijo, con la voz quebrada—. Y temí que si me despedía de ti, no tendría el valor de irme.

Mateo la observó en silencio, procesando sus palabras. Había esperado una respuesta durante años, y aunque su confesión era dolorosa, también era sincera.

—Nunca pensé en eso, Isa. Supongo que solo imaginé que querías algo mejor, algo que esta ciudad no podía ofrecerte. —Se quedó en silencio un instante, antes de añadir—. Pero si alguna vez hubieras querido regresar… yo habría estado aquí, esperándote.

Las palabras de Mateo flotaron en el aire, y ambos sintieron la intensidad del momento. Era una confesión que, aunque no lo decía abiertamente, transmitía el peso de los sentimientos que habían quedado atrapados entre ellos.

Finalmente, Mateo rompió el silencio con una sonrisa suave.

—¿Te parece si mañana vamos al lago? Quiero mostrarte algo que creo que te gustará.

Isabel asintió, contenta de que él suavizara el momento.

—Me encantaría, Mateo.

Caminando juntos de regreso, Isabel sintió cómo la emoción de estar con él nuevamente crecía en su pecho. Sabía que su reencuentro traería consigo no solo recuerdos, sino también la oportunidad de descubrir cosas que había dejado pendientes en su vida. La última carta que le escribió a Mateo, esa que nunca llegó a entregarle, parecía pesar en su bolso, recordándole lo que todavía necesitaba confesarle. Pero para eso, aún tendría que encontrar el momento adecuado.

LA ÚLTIMA CARTADonde viven las historias. Descúbrelo ahora