Capítulo 1: Un trece de noviembre

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Todo inició un trece de noviembre, en pleno invierno

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Todo inició un trece de noviembre, en pleno invierno.

Tragué grueso el nudo que yacía atorado en mi garganta luego de haberlo empujado al vacío, acabando con su existencia en cuestión de minutos.

Lo había matado.

Le arrebaté la vida a mi novio y lo peor de todo es que no había remordimiento ni pena. Me aliviaba el haberme liberado de él. Aquello solo me demostró lo bajo que había caído como ser humano, si es que podría considerarme uno después de lo sucedido.

Las manos me temblaron del frío y del pánico.

¿Cómo haría para esconder mi crimen? ¿Siquiera era posible?

No me consideraba una persona inteligente para poder encubrir algo así. Cualquier gesto me delataría de inmediato porque era un pésimo mentiroso.

Esa era la primera vez que asesinaba a alguien. No tenía la menor idea de qué hacer a continuación.

El cuerpo entero me tembló tras una brisa gélida que chocó contra mi rostro, desordenándome el cabello. A los segundos la nieve comenzó a caer y los vellos se me erizaron.

Lágrimas se me acumularon en los ojos, sorprendiéndome al instante. Me llevé la mano derecha para limpiar mi mejilla, sintiéndola mojada. Observé mi dedo índice con incredulidad ante ese líquido que pensé no derramar.

Me humedecí los labios y sonreí con amargura ante ese hecho, apretando los dientes y mis puños con las pocas fuerzas que me quedaban. 

Tenía la sensación de que mi corazón estaba siendo aplastado y maltratado, la fricción de eso hacia que el respirar fuera difícil.

Cerré los ojos, respirando de manera acelerada. Las piernas las sentí débiles y me agaché, apenas soportando el peso de mi propio cuerpo.

¿Cómo podía pesar tanto si era puro huesos? Eso solía decir Fred.

Los sollozos no se hicieron esperar y aunque no lo deseara, no podía contener el llanto.

Me arrodillé en el suelo, llorando con libertad por todo lo que una vez contuve. Por todas esas veces que no pude hacerlo, por todo lo que perdí y que nada bueno me trajo.

Por todas las veces que tuve que callar y soportar un golpe.

¿Hacia cuánto no lloraba?

Ni siquiera lo recordaba, pero ahora podía hacerlo y él ya no estaba para impedírmelo.

Un fuerte grito brotó de mi garganta, luego otro más y otros más seguidos de esos dos. Las palmas me ardían por la fuerza que empleaba al apretar los puños.

En aquella noche solitaria, fría y oscura, me desahogué como nunca pensé hacerlo.

Lo había asesinado para conseguir libertad, pero lo cierto es que en esos momentos no me sentía como esperé.

EL PIANISTA DE BRUSELAS © Donde viven las historias. Descúbrelo ahora