CAPÍTULO 2 - EL PATIO

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Al subir las escaleras, el sentimiento de angustia parecía menguar, como si algo en mí se quedara atrás, atrapado en aquel oscuro lugar.

Un recuerdo, leve pero intenso, emergió de lo más profundo de mi mente, como el eco de un pasado asomándose justo frente a mí. Me vi a mí misma, de pequeña, como en la foto del sótano, y una silueta, bastante más pequeña, correteando por la salita que conectaba con el comedor.

No recordaba tener muchos amigos a esa edad. A medida que avanzábamos, Eddie y yo, por la sala principal, esa silueta se desvaneció, como si el aire la hubiese disipado. Un vacío se apoderó de mis entrañas, y una tristeza opresiva comenzó a ahogar mi respiración.

—Bien, siéntate un rato; iré a buscar algo de comer, ¿de acuerdo? —dijo Eddie, mientras rebuscaba en el interior de su chaqueta, encaminándose hacia la puerta principal.

Yo, de pie, miraba la sala en toda su plenitud, observando paredes, cuadros, ornamentos... Asentí levemente a las palabras de Eddie mientras buscaba un lugar para sentarme.

La casa quedó en completo silencio tras su partida, revelando así la vastedad de aquel espacio.

Con un gesto de cansancio y desesperación, volví a levantarme del sillón donde había decidido esperar a Eddie. Al alzar la vista, vi una ventana que daba directamente al patio, aquel enorme espacio de la inmensa casa donde solía jugar de niña... o, al menos, así lo recordaba.

El patio parecía congelado en el tiempo, tan vasto y desolado que, incluso en silencio, parecía resonar con ecos de voces olvidadas. La luz apenas tocaba el suelo; los árboles enormes, viejos y torcidos, con ramas como dedos huesudos, bloqueaban cualquier destello de sol, envolviendo el lugar en sombras perpetuas. Algunas estatuas de piedra, desgastadas y cubiertas de musgo, se erguían como testigos mudos de un pasado sombrío, sus rostros erosionados en expresiones que oscilaban entre la agonía y la indiferencia.

En un rincón, una fuente de agua rota y seca, con su cuenco lleno de hojas marchitas y polvo, emitía una atmósfera de abandono; el musgo verde y oscuro trepaba por sus bordes, como si intentara consumirla. Las losas del suelo, rotas y desplazadas, formaban caminos irregulares y confusos, invadidos por malas hierbas y raíces nudosas. En el centro del patio, una vieja mesa de hierro oxidado y sillas con el respaldo torcido completaban la escena, cubiertas de una pátina grisácea.

Había un silencio espeso en el aire, casi tangible, roto apenas por el susurro del viento que hacía crujir las ramas. Uno podría imaginar sombras moviéndose furtivamente entre los troncos de los árboles, o sentir una presencia observando desde alguna de las ventanas superiores, como si el patio fuera una frontera entre la casa y algo mucho más oscuro, algo escondido en las profundidades de ese terreno que, de alguna manera, parecía estar vivo y respirando.

Al observar el patio desde la ventana, algo en mi interior comenzó a agitarse. Había algo en aquel espacio que, de alguna forma, me invitaba a explorarlo, como si aún guardara vestigios de mis recuerdos infantiles, pequeños fragmentos ocultos bajo la capa de musgo y polvo. No pude evitarlo; me dirigí hacia la puerta trasera, empujada por una mezcla de nostalgia y una inquietud inexplicable.

Al salir, el aire frío y húmedo me golpeó, y una sensación de déjà vu me recorrió el cuerpo. Caminé despacio sobre las viejas losas, intentando recordar por qué aquel lugar se sentía tan familiar y, a la vez, tan ajeno. Mis pies tropezaron con una raíz nudosa que se entrelazaba en el suelo, casi como si intentara enredarme y frenarme. Al mirarla, noté que apuntaba hacia una estatua de piedra en el centro del patio. Era una figura que parecía haber sido una niña, pero el paso del tiempo había desdibujado sus facciones hasta convertirlas en una mueca distorsionada. En su mano izquierda, sostenía algo: un colgante oxidado, similar al que alguna vez creí haber perdido.

House of AshesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora