La noche de los hombres-factura

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Descubrí por primera vez a los hombres-factura por casualidad, en un vuelo hacia Barajas. Había llamado por quinta vez a la azafata, que por alguna razón, demoraba cada vez más en venir. Esta vez tenía que decirle que el té caliente estaba frío y el frío, caliente, lo que para mi representaba un problema de la mayor importancia.

Pulsaba y pulsaba el botón y la luz se encendía y se apagaba, pero la azafata insistía en no acercarse. No tenía que decirle sólo lo del té, aunque mi garganta estaba terriblemente seca, sino que además no podía estirar las piernas con propiedad, por lo que quería solicitarle si podía mover el asiento delantero al mío para poder tener la comodidad necesaria. Por mover me refería a arrancarlo de cuajo, claro está. Sin lugar a dudas, era una petición más que razonable. También quería hablar con el piloto, para proponerle que hiciera un aterrizaje de emergencia, ya que me era imposible conciliar el sueño en el vuelo, porque había algo en el movimiento, algo en ver las nubes y después no verlas cuando se corría hacia abajo la ventanilla, que me ponía inquieto. ¿Y si había algo en el ala del avión? No digo un gremlin, porque no existen, pero algo, alguna otra cosa, como un gnomo, un esquimal o un enano furibundo.

Me movía en el asiento y no encontraba la posición correcta, porque soy un hombre de grandes dimensiones. No diría gordo, pero sí más alto y más ancho de lo normal, lo que en otra época hubiera indicado estatus y buena salud, pero en ésta época cruel en la que me tocaba vivir sólo se veía como exceso de comida y carencia de movimiento, lo cual no era necesariamente cierto. Es decir, lo era en mi caso, pero no en el de todas las personas atractivas, sanas, fértiles y viriles como yo.
Tampoco me gustaba eso de tener que abrocharme el cinturón y apagar el celular. ¿Quiénes eran ellos para restringir mi libertad y mi posibilidad de comunicarme con quien quisiera en cualquier momento? Y la garganta, de tan seca, estaba ya rasposa como la lija que llevaba siempre conmigo para mis callos. Recordé entonces que había comprado una botella de agua mineral a un exorbitante precio para la ocasión, así que la levanté en el aire y pensé en lo curioso que es que las botellas a veces están medio vacías y otras, medio llenas. En este caso, estaba por la mitad. Y fue el levantar la botella en alto, el mirar a través del plástico transparente, en su justa combinación con el agua, lo que me hizo verlos: allí sentado en diagonal derecha en la fila de enfrente, apareció un hombre con cabeza de factura. Pensé que nuevamente la altitud me había echo mal o bien que la medicación vieja se había mezclado con la medicación nueva y que estaba alucinando, así que bajé la botella y contemplé: un hombre de bigote, pelo con raya al costado, anteojos, de marco negro, saco escocés gris y negro, camisa blanca y corbata negra con rayas rojas. Es decir, un hombre común, vulgar y corriente. Volví a alzar la botella y allí estaba otra vez: cuerpo normal, común y silvestre, unos kilos de más, pero cabeza de factura con azúcar. No podría precisar si se trataba de un vigilante o de una factura no identificada o FANI, pero probablemente eso no sea lo más relevante, sino que ellos estaban entre nosotros y nosotros estábamos entre ellos sin darnos cuenta, pensando que éramos nosotros los que nos comíamos las facturas, cuando en realidad... ¿qué? ¿Qué hacían los hombres-factura? Esta pregunta me inquietaba.

Bajé con disimulo la botella y volví a pulsar el botón de la azafata, pero quizás no funcionaba, o había ya sucumbido al sueño, al igual que los otros pasajeros. Mi pie izquierdo comenzó a moverse rítmicamente, porque no podía levantarme y caminar por el pasillo, que me habían impedido pasearme murmurando "nos vamos a morir... todos nos vamos a morir", lo cual es bien cierto: todos, en algún momento, nos vamos a morir, aunque no necesariamente en un vuelo.

Mi pie izquierdo se movía y el hombre-factura seguía leyendo su diario impunemente: "El gobierno anunció nuevas medidas para palear la crisis", decía el titular.

Quizás por el bebé que lloraba y me miraba con desprecio, quizás por el golpe en la cabeza que me di cuando olvidé que no se puede saltar en los aviones, una idea vino a mi mente: levantar la botella medio llena y enfocar el diario del hombre-factura. Leí: "¡Facturas del mundo, uníos contra los panaderos!".

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