Voraces

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Por un momento permaneció inmóvil, mirando las flores silvestres que habían roto el pavimento, por un momento fue como volver atrás, a la monótona rutina, y sintió como si de nuevo se hallará en su jardín regando las flores. Sonrió, esperando que su esposo lo llamará desde la cocina para que entrará a tomar el desayuno, pero eso no sucedió, hacía mucho tiempo que las cosas no eran así. En ese momento una voz dulce a la que ya se había acostumbrado lo sacó de su ensoñación:

—Izuku, cariño, ¿estás bien?

Momo había llegado a su lado, dejando el cesto de ropa en el suelo para tener las manos libres, y con ello verificar si el sonrojo de Izuku se debía al sol de mediodía o al trabajo excesivo. Ellos eran de los pocos omegas que habitaban el campamento, por eso se cuidaban con recelo, había demasiados betas y aún más alfas.

—Estoy bien, solo me distraje un momento —respondió, intentando volver al presente y desvanecer el lejano pasado.

Sacudió la cabeza intentando alejar los recuerdos y se agachó para tomar otra sábana de su cesto, Momo imitó su acción. Era día de lavado, él, Momo y un grupo de otras cinco mujeres beta habían quitado las sábanas de las camas antes de la llegada del sol para lavarlas, había estado haciendo un buen tiempo, por lo que todos tenían la esperanza de que las telas se secarán antes de la llegada de la noche, por eso tenían que darse prisa. Luego de eso tendrían que ir a ayudar con la comida, lavar los trastos sucios y terminar de limpiar, después de todo era en lo que podían ayudar; lo que debían hacer para conservar un lugar donde estar a salvo.

Izuku no pudo recuperar su habitual estado risueño, ese era uno de los pocos días que se notaba triste, casi nostálgico; todos tenían días así, y por desgracia nadie encontró nunca las palabras de consuelo adecuadas. Nada de lo que la voz más cálida pudiera decir bastaría para desvanecer los recuerdos del amargo pasado.

Sin quererlo su mente se perdió en los recuerdos, lo atacó el miedo que sintió ese lejano día de verano. Sucedió cuando el sol del atardecer descendía lentamente, escondiéndose entre los árboles que bordeaban el hospital donde había estado trabajando. Lo enviaron ahí para ayudar a la población más alejada, había pocos médicos, mucho menos enfermeras; y la enfermedad que los aquejaba se diseminaba rápidamente. Los epidemiólogos especulaban que se trataba de un virus que se contagiaba por medio de gotículas, al igual que el virus de la gripe.

Izuku sospechó desde el principio que ellos mentían. La primera víctima de esa terrible enfermedad fue un pobre agricultor, quien enfermó después de que lo mordiera su propio perro. El animal echaba espuma por el hocico y profería gruñidos bestiales cuando fue sacrificado para proteger al resto de pobladores. Y el agricultor, luego de una semana de fiebres infernales y convulsiones que desconcertaban a sus cuidadores, finalmente murió; al igual que su mascota, gritando maldiciones con una voz inhumana, sacudido por violentas convulsiones; hasta que los azotes que se daba contra la pared dejaron su cuerpo inerte sobre la sábana cubierta de sangre.

Un virus decían… Él no lo creía. Ningún virus haría que un cadáver sin bóveda craneana se levantara de su sepultura, escurriendo masa encefálica mientras avanzaba a paso lento, profiriendo gemidos ahogados por su garganta cercenada. Ningún virus existente haría que un cadáver reanimado se lanzará sobre un antiguo colega y le arrancara con las fauces tajos de carne.

—Izuku, de verdad no creo que estés bien —murmuró Momo junto a él, sin que lo notará ella había estado sacudiéndolo gentilmente para sacarlo de su ensoñación, pues Izuku se había detenido, miraba a la nada con la sábana empapada entre las manos.

Él la miró confundido, no tardó en notar el nudo que tenía en la garganta y las lágrimas que se habían formado en sus ojos.

—Cariño, deberías volver a tu habitación, le diré a Katsuki en cuanto llegue que no te sientes bien…

Antología del horror. Vol. III [KatsuDeku]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora