Prólogo

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El aire frío de la montaña calaba los huesos, silbando entre las rocas mientras Haneul aseguraba el último tramo de la cuerda. Con un último esfuerzo, llegó a la cima, dejando escapar un suspiro aliviado. Desde allí, la vista era imponente, pero su atención estaba puesta en su amigo Jiho, quien seguía escalando a buen ritmo.

—¡Vamos, Jiho! —gritó Haneul, con una sonrisa satisfecha—. ¡Te ganaré esta vez!

—¡Sigue soñando! —respondió Jiho desde más abajo, su voz entrecortada por el esfuerzo.

Haneul dejó caer su mochila y se giró hacia el paisaje, disfrutando del momento mientras esperaba. Pero entonces, algo cambió. Un silencio extraño se apoderó del ambiente, un vacío en el que incluso el viento parecía contener el aliento.

—¿Haneul? —llamó Jiho, al notar la ausencia de respuesta.

La figura de su amigo seguía en la cima, pero inmóvil, como si hubiese congelado en el tiempo. Jiho entrecerró los ojos, tratando de distinguir algo en la penumbra.

—¿Me estás ignorando? ¡Oye! —gritó, pero su voz pareció desvanecerse antes de alcanzar la cima.

De pronto, Haneul cayó de rodillas, sus manos aferrándose al suelo antes de desplomarse por completo. Jiho sintió un nudo en el estómago, su respiración acelerándose.

—¡Haneul! —gritó desesperado, el sonido resonando en el vacío.

Unas gotas tibias y espesas salpicaron su rostro. Se tocó la mejilla y miró su mano temblorosa, ahora manchada de un rojo intenso. El miedo lo paralizó por un instante, hasta que sintió un tirón en la cuerda, algo lo jalaba con fuerza hacia arriba.

La adrenalina lo sacó del trance. Entre jadeos y manos temblorosas, sacó su cuchillo y cortó la cuerda, cayendo pesadamente varios metros. Un dolor agudo le recorrió el cuerpo, pero no tenía tiempo para detenerse.

Se puso de pie como pudo y comenzó a correr montaña abajo, ignorando las punzadas en sus piernas. Sus pasos resonaban en el sendero vacío, y con cada paso, el peso del silencio detrás de él se hacía más sofocante.

El camino, que horas antes había sido claro, parecía ahora interminable y hostil. En su prisa, no vio el alambre de púas que atravesaba el sendero. Tropezó, cayendo de bruces al suelo, con los pulmones ardiendo y el corazón latiendo desbocado.

Intentó levantarse, pero algo lo atrapó por los tobillos, arrastrándolo con una fuerza inhumana. Se aferró a las piedras y al polvo, gritando por ayuda, pero su voz era devorada por el vacío.

El último sonido que escuchó fue un crujido, seco y abrupto.

La montaña volvió a quedar en silencio, como si nada hubiera sucedido.

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A la persona que sepa de dónde viene la inspiración para esta escena le doy una salchipapa.

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