Montada en las estrellas

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Abuelo volvía a perderse con Lobo entre los mangos mientras Carlos y yo jugábamos a escribir con limón en folios amarillentos. «Dibujá na una eñe», me decía él, impaciente, y entonces yo comentaba, para chincharle:

–¿Eñes? Las eñes son unas cobardes. Mirales las cejas. Como si tuvieran enfrente el mar, y no se decidieran si entrar o no.

–Pues, ¡pues no! Yo creo más bien que son una ene así como extrañada, que no sabe qué está pasando –contesta Carlos.

Y yo replico, con una mano en forma de pinza tapando la nariz:

–¡Nambrena! , ¿por qué sueno tan nasal? ¡Ayuda!

–Todo un drama –sentencia él con la mano igual.

–Son mejores las emes: dos personitas flacas andando de la mano»

–Y el cuqui le dice «Che haku ma»

–¡Carlos, pará! Andá, pensá más letras –le digo y le pego un empujón–.

–¿Una i es una eme divorciada? ¿Y una c una persona que tiene miedo de la oscuridad?

Mamá grita desde la cocina: «Tere, vení a ayudarme con el pescado, por favor»

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Me tuve que disculpar con el maestro Olivo, porque él quería que hiciera una lectura el día de fiesta en la escuela, pero al final me aprendí un poema de corazón. Me notaba decidida, pero luego temblé un poco al hablar. Doña Úrsula, la directora, no deja de aplaudir desde que acabo. Años después me contó el señor Olivo que ella le preguntó en privado:

–¿Qué pieza del gran Morales ha leído Teresita? No me suena que escribiera tan profundo.

–No es ninguna pieza de Morales.

–¿Entonces?

–Es un poema hecho por ella misma.

–¿¡Cómo pa!? Traé el papel para acá.

Como dos mundos al convertirse en uno,

grotescos y gordos somos,

como una pintura de mil colores distintos en un muro

o como un pavo real pidiendo socorro.

Rogamos demasiado

y no vemos el pasto verde.

Debiendo al sol conocer luz,

lucimos brillantes dientes que enjaulan mentiras.

Al llorar, relámpagos de agua se vierten

en llanuras anaranjadas, arrugadas,

que en busca de la felicidad se pierden,

se acostumbran a la oscuridad

y piensan: «ya nadie vendrá a verme»

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Yo pelaba pescado cuando apareció Doña Úrsula en el portón llamando a palmadas. Iba cargada con mis cuadernos sucios en su bolso de cuero caro. Papá le atendió con una falsa santa paciencia.

–¡Qué guapa estás, ña Úrsula! ¿Qué te trae por acá?

–Buenos días, don Augusto. Venía a hablarte de Teresita.

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