DOS AL CUATRO

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II

Tras sonar la última campana, Mari guardó sus cuadernos en su mochila y permaneció sentada en su pupitre hasta que todos se fueron. Por fin, ¡el último día de clases del semestre había llegado! Era el comienzo de junio y ya sólo hacía falta asistir a la escuela para el cierre de actividades extracurriculares y la organización de la fiesta de graduación. Annie le había pedido como favor que ayudara con la asignación de mesas para los invitados, y con el manejo del dinero recaudado para comprar las bebidas y demás.

Ahora que era libre, sentía como que el alma se le iba por un momento antes de volver, y pensar que sólo ella había exentado todos los exámenes le daba una sensación de insaciable placer que la relajaba. Su vida escolar acababa con un cien por ciento en excelencia, pero su vida social había sufrido efectos secundarios.

A poco más de una semana antes de la fiesta de graduación, no había conseguido una pareja para el baile. No se le ocurría a quién pedirle (porque sabía que nadie le pediría a ella); no le interesaba ninguno de sus compañeros y no conocía casi a nadie fuera de su grupo. Así que el rostro de aquel muchacho se apareció en su cabeza, aquél al que había dejado de visitar desde otoño y que probablemente la odiaba. Tenía muchas ganas de visitarlo ahora, y no porque creyera que podía llevarlo al baile. Simplemente, lo extrañaba. Resentía haberse marchado sin despedirse, pero tampoco era que hubiera querido despedirse en ese momento. Si no se había despedido, seguramente era porque se volverían a ver.

III

Para él era un día como cualquier otro. Había despertado a las diez de la mañana, en el suelo de su habitación, rodeado de libros abiertos y envolturas de dulces variados. Nunca se había sentido tan aburrido de sí mismo, y sólo lograba seguir viviendo porque tenía la ventana, donde cada tarde se asomaba y esperaba a Mari. No sabía por qué, si se sentía como que había pasado años sin verla. No había hablado con nadie desde entonces; cuando caminaba descalzo y se golpeaba con los muebles en el dedo meñique del pie, escuchar su propia voz exclamando era una sorpresa desagradable.

Hacía mucho calor, por lo que tenía que ser verano ya. Afortunadamente, la sombra del cedro rojo bastaba para proteger la tranquilidad del joven, pero nunca estaba muy tranquilo. Se había comprado muchos libros y muchas películas, los había leído y las había visto todas. Había conseguido una consola de videojuegos que usaba todas las noches por horas, afectándose su vista un poco. Su vida era el sueño de todo niño, hecho realidad, pero él ya no era un niño.

Cuando anocheció, puso un paquete de palomitas de maíz en el horno de microondas mientras escogía una película para ver. Quería ver algo interesante, algo que le hiciera pensar (porque pensando lograba distraerse un poco), sabiendo que probablemente se quedaría dormido antes de terminar. Así que agarró el DVD de una película independiente, algo más bien artístico. Se dirigió a la cocina cuando el pitido del microondas anunció que las palomitas estaban hechas. Se habían quemado un poco, pero eso no le molestaba. No había nada que pudiera molestarlo en esa vida tan incompleta.

III

Ella se arrastraba por la calle, con las piernas paralizadas. Su vientre, abierto, dejaba un camino de sangre y tripas que se extendían a lo largo de su trayecto. Había sido una noche larga y serena, de esas donde la ausencia del ladrar de los perros, el cantar de las patrullas y el sonido de disparos causaba inquietud en cualquiera que se pusiera a escuchar los susurros del viento entre las ramas de los árboles. Pero era más alarmante imaginar que acababa de ocurrir lo que acababa de ocurrir.

¿Qué acababa de ocurrir? Era curioso, pero ya no lo recordaba, ¡y justo cuando se había puesto a recordar! Su mente nunca le permitía recordar aquellos intentos de suicidio (¿eran intentos de suicidio?) y siempre la dejaba viéndose herida y moribunda, pero realmente confundida e incapaz de sentir dolor.

No podía matarse sin importar cuánto lo intentara, cuántos miembros se amputara o qué tan profundas fueran las cortadas; su estómago estaba casi vacío, pero ella seguía allí, en la calle, arrastrándose como un caracol.

Quería morir, mas no podía hacerlo sola. Quería que alguien le ayudara, quien sea. Después vio una casa, a lo lejos, debajo de un árbol enorme (¿un cedro?). Era la medianoche y la ventana brillaba un poco, como si estuviera encendido un televisor. Sonrió. Iría hacia allá.

IV

El joven despertó mucho después de que la película terminara. Atarantado, se levantó de un salto y buscó el reloj de pared que ahora marcaba la medianoche. Apagó el televisor y soltó un bostezo. Caminó a las escaleras para ir a dormir en su cama, pero un sonido como un llanto lo detuvo.

Pensaba que había sido un llanto. Estaba seguro de que era el sonido de una persona, ¿pero de dónde venía? Se acercó a la puerta y estuvo a punto de abrirla, pero prefirió asomarse por la ventana, recogiendo la cortina, antes de exponerse el frío nocturno. Miró hacia el jardín, observando con quietud cada centímetro del pasto. La calle, aunque cubierta de faroles, carecía de uno que iluminara por completo la oscuridad que envolvía a la casa de dos pisos. Entonces escuchó la frágil voz que lloraba y parecía venir de muy cerca. Esperó por unos segundos para que el llanto surgiera de nuevo.

"Ayúdame...", escuchó que pronunciaba, y sintiendo escalofríos en todo el cuerpo, el muchacho cerró la cortina al mismo tiempo que una mano grisácea se alzaba y se posaba sobre el vidrio, rasguñándolo y haciéndolo chillar cuando se resbalaba con la sangre que soltaba.

El muchacho se hizo para atrás aterrado y dejó de pensar claramente. No entendía qué acababa de pasar ni qué acababa de ver, y sintió la necesidad de asomarse otra vez, pero esta vez por la puerta. Salió al jardín deprisa y contuvo la respiración. La vio allí, sobre el pasto y debajo de la ventana, ensangrentada y mutilada; su vientre había hecho un desastre enfermizo sobre su blusa blanca y falda azul, como de uniforme; sus intestinos se estiraban a lo largo del patio, en línea recta antes de dar vuelta en la esquina, por donde había venido.

Pensando que se trataba de la víctima de algún temible delincuente, se lanzó hacia delante para ayudarla a levantarse, sintiendo el frío de sus manos y lo resbaloso de su piel. La miró a los ojos y creyó encontrarse con la luna en el reflejo, pues eran de un color gris deslumbrante que se asemejaba a la plata.

"Por favor, tienes que ayudarme", murmuró la muchacha, poniéndose de rodillas.

"¿Necesitas una ambulancia?", enunció con duda, preocupado porque había hablado en forma de pregunta cuando era obvio que ella necesitaba una ambulancia. Se apartó y vio su mano manchada, caminando a la puerta para buscar el teléfono de la sala. Pero no pudo llegar muy lejos. La joven le había agarrado la pierna, justo por encima del tobillo, y lo detenía con una fuerza inhumana.

"No", exclamó. "Ayúdame, mátame, ¡tienes que matarme!"

El teléfono comenzó a sonar. Los dos se alarmaron.

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⏰ Última actualización: Jul 27, 2015 ⏰

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