Capítulo 1

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Eran por ahí de los años ochenta. El verano apenas daba inicio y esa mañana, más que ninguna otra, había un calor infernal. Ámbar, después de darse una ducha matutina, cepillaba su húmedo cabello lacio, mientras veía algunas gotas de agua caer y observaba su reflejo sonriente en el espejo opaco. La música proveniente de sus discos inundaba el ambiente de un aura de energía y alegría. Fue entonces, al percatarse de ello la adolescente, que aventó el cepillo a su pequeña cama y bailó con los pies descalzos sobre su alfombra. Cerró los ojos, disfrutando de la frescura de su habitación y giró sobre sus talones, dando millones de vueltas; de pronto, abrió los ojos  y rió al ver que todo daba vueltas a su alrededor, cayó rendida sobre su cama y no pudo evitar reír, de nuevo. Las vacaciones de verano recién comenzaban y nada podría arruinarlo.

—¡Ámbar!— Llamó la estruendosa voz de su abuela.

—¡Ya voy!— Dijo en respuesta. Buscó, desesperadamente, sus botas de combate, para poder bajar sin que su abuela la reprendiera por ir sin zapatos. —Aquí están.— Susurró para si misma, cuando las halló debajo de su cama.

Apagó su estéreo y echó un último vistazo a su apariencia en el espejo, llevaba puestos unos shorts de mezclilla y una blusa de tirantes azul, se sonrió a si misma, y posteriormente, descendió por las escaleras a toda prisa, haciendo que las suelas de sus botas emitieran un repiqueteo con el borde de los escalones, a la par de esto, pasaba las yemas de sus dedos por la rasposa textura de la pared. Repentinamente, un olor exquisito llegó a sus fosas nasales y aspiró profundamente. Se encaminó hacia la cocina, de donde provenía esa esencia.

—¡Maravilloso, abuela!— Exclamó, abrazándola por la espalda y depositando un beso en su mejilla.

—Me alegra que te guste.— Expresó su cariñosa abuela, sirviendo los panqueques en dos platos de cerámica. Ámbar hizo su parte, llevando los cubiertos a la mesa y sirviendo dos vasos con jugo de naranja.

—¿Miel?— Ofreció, estirándose para poder alcanzar el frasco que se hallaba en la parte superior del refrigerador, para después asentarlo suavemente en la mesa. Su abuela asintió, sentándose con delicadeza en de las cuatro sillas de madera del comedor blanco.

Ella comenzó a masticar el suave pan y al mismo tiempo, contemplaba como su nieta había crecido a lo largo de los años, sin poderse imaginar la razón por la cual sus padres la habían abandonado. Aún no le cabía como su hija había sido una madre desnaturalizada tan nata. Negó con la cabeza, mientras se llevaba otro bocado a su boca.

—¿Qué pasa, abuela?— Cuestionó la chica, un poco preocupada, al ver como el semblante de su abuela se oscurecía.

—Ya sabes, lo de siempre.—La mujer le dedicó una sonrisa de compasión. Ámbar no se inmutó ni en lo más mínimo, después de varios años sin padres, una se acostumbraba a los constantes comentarios de pena o crueldad, tanto que incluso les restaba importancia.

—Oh.— La chica entrecerró los ojos, mirando directamente a su abuela, para segundos más tarde, dedicarle una enorme sonrisa. —Pensé que ya habíamos dejado claro que eso no importa.— Le recordó, masticando su porción de panqueque con miel. Terminó lo más rápido posible, bebió a grandes tragos su jugo, colocó los trastes sucios en el fregadero y besó a su abuela, nuevamente. Tomó su pequeña mochila que años antes su abuela había comprado para ella y abrió la puerta.

—Ya me voy.— Se despidió.

—Recuerda, no más de dos cigarillos diarios.— Le avisó. Ámbar rodó los ojos, ni de chiste haría eso.

—Claro.— Dijo con falso entusiasmo y cerró de un portazo.

La mañana se veía prometedora, el sol coronando el cielo despejado y alguna que otra parvada de pájaros decorándolo de vez en cuando. Se encaminó al parque principal, donde había quedado con Terry y Vianey dos noches antes, con una enorme sonrisa iluminando su rostro y una idea que daba vueltas sin parar en su cabeza.

Black eyes.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora