Capítulo 1
La noche en Villa Argentona cayó sin previo aviso, sumiendo sus calles y callejones en la más oscura penumbra. La neblina, leve y dispersa, se levantó del suelo como un manto grisáceo, engullendo el pueblo y transformándolo en un mundo de bruma y tonos tristes.
Raúl salió de la posada, cuya estructura se alzaba alta y esbelta, junto a las demás casas.
El callejón que se extendía ante él parecía sacado de un libro de historia. En la calle adoquinada se descubrían irregularidades, con pendientes que subían y bajaban de vez en cuando. Las casas se levantaban a cada lado, sin dejar más espacio que pequeños callejones en algún que otro punto de la calle que comunicaban con las callejuelas colindantes.
La mayoría de ellas tenía segundo piso y eso, sumado a los balcones que sobresalían de las casas y lo estrecho de la calle, daban la sensación de que estas casi se podían tocar entre ellas.
Un anciano caminó junto a él, con un candelabro que contenía un montón de velas, de las cuales sólo llevaba encendida una, con las que encendía las farolas que había entre casa y casa. Lo hacía con mano maestra, como si llevara haciendo aquel trabajo por muchísimos años. Y de eso no había duda alguna.
Aquel pueblo parecía haberse separado del mundo cuando este entró a la era industrial. Allí no se conocía la electricidad ni la televisión. Muchísimo menos los carísimos celulares y televisores con la que el resto del mundo saciaba su vacía mente. Ese sitio parecía haberse quedado estancado.
Siguió su camino calle abajo, hasta que vio una mano blanda y pálida iluminada tenuemente bajo la luz de una vela. Era el anciano que había visto anteriormente.
—Buenas noches —exclamó, con una sonrisa—. Sólo camino por aquí, estoy de visita.
El hombre le miró a los ojos, con una mirada vacía pero a la vez llena de certeza. La mirada que únicamente las personas que están a punto de perder la razón pueden proyectar. Era un anciano encorvado y flacucho, con el cabello como la plata, y dedos como agujas pálidas que se aferraban al frío metal del candelabro.
—Joven, no salga a estas horas. —Hizo una seña al aire, como si quisiera tocarlo—. ¿No lo escucha? Aquí, muy cerca... Sí, sí...
—¿El qué?, sólo oigo el viento, nada más...
Dicho eso, le dirigió una mirada extraña a Raúl y se retiró rápidamente a una de las casas, cerrando la puerta a su paso.
Un escalofrío le recorrió la espalda cuando sintió el viento colarse por los mínimos agujeros de su gabardina, como dedos helados que trataban de ahogarlo. Un viento cruel.
La plaza del pueblo era un gran cuadrado, con caminos que llevaban al árbol central: un gigante árbol de ramas muy oscuras, que se extendían sobre toda la plaza hasta casi tocar los techos de las casas a su alrededor.
Las flores crecían por todas partes, ordenadas y limpias, con colores brillantes que parecían darle a la fría noche un toque más acogedor. Los bancos de piedra esperaban, fríos, a que alguien se sentara sobre ellos. Por la forma en la que la suciedad se acumulaba en muchos de ellos, Raúl supuso que nadie se sentaba allí desde hacía algún tiempo.
La Villa Argentona en la que estaba en aquel momento era totalmente diferente a la que había visitado cinco años atrás. El pueblo parecía muerto, como si la mayor parte de sus habitantes hubiesen desaparecido. Y además aquel silencio, sumado a la oscura historia del árbol y la plaza...
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Memorias Destrozadas
Mistério / SuspenseRaúl De Aragón llega a uno de los pueblos más antiguos de Mérida, Venezuela. Escondido en lo más recóndito del bosque se encuentra Villa Argentona, el lugar ideal para los que buscan descanso de cuerpo y alma. O al menos eso decían los folletos. Mie...