UNO

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No para de sonar. Es un ruido que retumba en mi cabeza. Metálico. Suena en un ritmo regular y aburrido. Lo ponen todos los días a las ocho de la mañana para despertarnos desde hace diez años, pero todavía no me he acostumbrado que lo primero que oiga por la mañana sea un chirrido oxidado a un volumen horrible. Os preguntaréis que por qué metálico. Pues bien, nadie lo sabe completamente con exactitud. Algunos dicen que es un sonido metálico para que nos recuerden a las cacerolas que utilizamos para cocinar y nos entren ganas de tomarnos el desayuno y otros porque no hace falta despertarnos con música contaminada que destruye nuestra mente. No sé si ellos mismos se creerán esas teorías disparatadas. Pero yo no. Yo sé la verdad. La verdad de por qué nos despiertan con ese sonido día tras días. Para controlarnos. El gobierno piensa que con un sonido igual y monótono, nuestras mentes se volverán débiles y a nadie se le pasaría por la cabeza una rebelión ni nada por el estilo. Se ve que no conocen la mente de gente como yo.

      Lleva un rato sonando pero todavía no he abierto los ojos. Estoy despierta pero no quiero volver a enfrentarme al mundo en el que vivo. De repente me doy cuenta. Cada vez suena más fuerte y más deprisa. No puedo pensar, no puedo. Así que abro los ojos. Miro a mi alrededor. Estoy en mi habitación. Toda en blanco y negro. Se supone que así nuestra mente se puede concentrar más en los temas importantes, en vez de en la tontería de la belleza o la imaginación. Me pongo de pie y no puedo creer lo que veo en el suelo. Mejor dicho, a quien. Están todos. Toda mi familia y amigos, tumbados, inertes, sin moverse. Me da una arcada al verlos. El suelo ya no es gris, es rojo, sangre. Quiero irme, pero sé que si me voy pisaré sus cadáveres y sé que no podré aguantarlo. De repente, veo que alguien aparece por la puerta, va armado. Es un hombre con la cara tapada por un pasamontañas. Sus movimientos son como los de un robot, cosa que no me sorprende. Me está apuntando con una pistola y yo no sé qué hacer, no puedo moverme. Se está acercando hacia a mí. Mientras lo hace los cadáveres se van separando, dejándole un camino recto hacia mí. Y la verdad es que no sé si quiero morir. Estoy temblando, pero ese es el único movimiento que produce mi cuerpo. El hombre dice algo en un idioma que desconozco y un haz de luz me ciega, y cierro los ojos con fuerza. Cuando consigo abrirlos ya no hay nada en el suelo, ya que todos los cuerpos que hace un minuto no podían respirar se alzan, con sus miradas perdidas. La verdad es que no parece que vengan a ayudarme, sino todo lo contrario. Se acercan hacia mí y me sujetan, yo no hago resistencia porque no sé cómo reaccionar en estos momentos, y si no lo sé, prefiero no hacer nada. El hombre ya está a unos pasos de mí y me coloca el arma en la cabeza. Noto el frío del metal por todo el cuerpo como un escalofrío que me recorre hueso y músculo. Un instante después, todo acaba. Se oye un ruido ensordecedor y abro los ojos de golpe.

      Me encuentro en la habitación de mi sueño: mi dormitorio. Sigue sonando el gran elaborado despertador. No sé por qué, pero en parte me hubiera gustado que nada hubiese sido un sueño. Tengo la certeza de que haya lo que haya al otro lado, será mejor que un infierno llamado mundo que tenemos que aguantar y vivir como si tal cosa.

      Cuando yo tenía seis años, llegó el nuevo gobierno y con él, todas las nuevas tecnologías con medidas de seguridad avanzadas para que todo estuviera en orden. A todos nos costó adaptarnos. A algunos más que otros. Mis padres no estuvieron de acuerdo y en mi casa siempre se quejaban. Pero un día al llegar de trabajar de la fábrica dijeron que no podíamos hablar más de ese tema y que pensáramos lo que pensáramos no podíamos decírselo a nadie, ni a nuestra familia ni a nuestros mejores amigos, que era un riesgo que no podían permitir. No sé qué les pasaría a mis padres para realizar un cambio tan brusco en tan poco tiempo. En aquel entonces mi madre estaba embarazada de mi hermano Roger. Mis padres siempre hablaban de que si nacía iba a sufrir como lo hacían ellos, pero unos meses después nació, ya que no querían quitarle el privilegio de vivir, supusiera lo que supusiera. También recuerdo que en mi calle vivía un hombre que trabajaba en la fábrica de alimentos con mis padres. El día que mis padres nos prohibieron hablar del gobierno él aporreó nuestra puerta con el plan de una rebelión antes de que fuese demasiado tarde. Mis padres intentaron convencerle de que era mala idea y le echaron, pero no se dio por vencido y se fue diciendo que hablaría de su plan a todo el pueblo. No tardó mucho en desaparecer. Su familia quedó abatida, pero el gobierno dijo que se había mudado a otro país con el plan de buscar un mejor trabajo, que les había pedido permiso a ellos. Desde luego nadie se lo creyó, pero tampoco dijeron nada al respecto. Después de eso, no cesaron las desapariciones. Yo tenía otra hermana. Se llamaba Elsa. Era tres años mayor que yo. No la hemos vuelto a ver desde hace un año. Ella nunca estuvo de acuerdo con las nuevas medidas y siempre decía que prefería morir luchando que vivir sufriendo. Era difícil entenderla. Pero sé que tenía razón. Sé que vivir sufriendo no es vida y que a veces hay que tomar medidas drásticas por un mundo mejor. Ella desapareció cuando yo tenía doce años y ella quince. En ese momento nos dijeron a mí y a mi hermano que se había ido a instruirse para la policía y que ya no la volveríamos a ver. Durante esos próximos años, yo estaba muy triste porque no volvería a verla, pero me consolaba que estaba sirviendo y salvando vidas, ayudando a la gente, como siempre quería desde pequeña. Pero, ahora que tengo dieciséis años, no estoy segura de creerme esa historia, ya que este mundo está tan lleno de mentira que hasta parece fácil mentir. Ahora me pregunto diariamente que si estará muerta. Que si ese pelo rubio, liso y corto hasta los hombros, ya no estuviera moviéndose de un lado a otro cuando pintaba en su lienzo un mundo en el que querría vivir. Siempre pintaba todo rosa y azul. Con prados verdes en vez de marrones. Y vestidos amarillos en vez de grises. Eso era lo que envidiaba de ella: que soñaba sin miedo.

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