Capítulo Primero.

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Recuerdo que me observaba, en la parada del autobús, como si yo no me diera cuenta de ello. Crucé mi mirada con la suya un par de veces, y aún así seguía mirando. Me parecía maleducado, un idiota.
Empujaba a los más jóvenes para entrar el primero, golpeabas sus enormes mochilas para que perdieran el equilibrio. Era despreciable.
Con esos ojos tan pequeños y esa cara tan regordeta, no podía soportarle.

Fue un viaje largo, demasiado largo. El hedor a sudor y a sándwich fermentado por el calor se hacía insoportable de aguantar, casi tanto como el ruido incesante de risas, gritos y promiscuos cantares adolescentes. Si a todo esto le añadimos el hecho de la vulnerabilidad de mi estómago ante las curvas en carretera y la poca delicadeza con la que el conductor las tomaba, obtenemos, no otra cosa que náuseas constantes, insufrible dolor de cabeza y, de vez en cuando, algún que otro vómito en la bolsa que me había previsto mi madre.
Este tema, también me proporcionaba bastante confusión, pues cada vez que desechaba algo del desayuno en aquella bolsa, alguien gritaba; "¡está echando la pota!". Entonces, todas las miradas de los viajantes en el autobús, se centraban en ver cómo devolvía los cereales -todas, excepto las de algunos tortolitos que se habían conocido en la parada esa misma mañana y estaban ocupados jurándose amor eterno-. Sinceramente, nunca entendí cómo ver vomitar a alguien podía resultarles tan divertido.

Pero lo más molesto e irritante del viaje, por sorprendente que pueda parecer, no fueron estos factores; fue él, el muchacho de cara de tortilla que no dejaba de mirarme en la estación de autobuses, y su grupo de amigos, que se sentaban en los últimos asientos que ofrecía el transporte, justo detrás del mío.
No dejaban de dar patadas en mi respaldo para que mi espalda sufriera fastidiosos golpes que incrementaban soporíferamente mi mareo. Además de esto, no fueron menos de cinco veces, las que me encontré con que sobre mi cabeza caían bolas de papel de aluminio o servilletas manchadas de mantequilla de cacahuete.
En alguna ocasión, estuve a punto de girarme hacia ellos y exigirles que se detuvieran, sin embargo, mi timidez y el respeto que me imponía un grupo de chicos más mayores vencieron contra mi enfado.

Calculo que el trayecto duró unas dos horas y media, tal vez tres, pero para mí ocupó como un siglo, aunque, todo hay que decirlo, tampoco es que tuviera mucha prisa por llegar.

Cuando el conductor pisó el freno y soltó el acelerador, el autobús quedó en silencio sepulcral durante unos segundos, hasta que una voz aseguró; "¡hemos llegado, pardillos!", y, tras esto, el escándalo fue tan fuerte que podía asemejarse a un momento de crescendo en una orquesta de doscientas dulzainas.

Antes de que se abrieran las puertas del vehículo, más de la mitad de los pasajeros ya estaban empotrados contra ellas, y la otra mitad, en pie, empujándoles.
Mientras tanto, yo permanecía  en mi asiento, esperando paciente a que el autobús se vaciara para salir con tranquilidad.
Cuando las puertas se abrieron, todos los chicos salieron de él en avalancha, aquello parecía una estampida, y seguro estoy de que algún que otro novato tuvo que hacer su primera visita a la enfermería tras haber sido pisoteado por la multitud.

Una vez el vehículo fue evacuado, me dispuse a levantarme de mi asiento para abandonarlo yo también, cuando, al dirigirme hacia la puerta, alguien que había quedado en el bus tiró de mi mochila hacia atrás para impedirme avanzar. Rápidamente, los nervios atacaron mi cuerpo dejándome en blanco, sin saber si debía girarme o quedarme quieto. Ya había tenido algunas malas experiencias con los típicos matones que se burlan de los chicos estudiosos y de cursos inferiores al suyo, como yo, en mi instituto y no quería volver a encontrarme en una situación como aquellas. De hecho, el miedo a encontrar en aquel lugar a ese clase de camorristas había sido una de las razones por las que había intentado oponerme a mi ingreso en  el campamento.
Finalmente, decidí girarme, lenta y temblorosamente, hacia la persona que había sujetado mi mochila.
Aún sin haber llegado a darme del todo la vuelta, ya comenzaba a imaginarle, al chico de la parada, mirándome con una sonrisa y empujándome con fuerza hacia los asientos junto con algún insulto.
Cuando quedé, por fin, frente al que creía mi futuro agresor, mi sorpresa no fue leve al encontrar lo contrario de lo que esperaba.
Se trataba de un chico que parecía tener mi misma edad, no muy alto, y que vestía unas ridículas y horteras bermudas por encima de la rodilla y un chaleco al más puro estilo explorador con decenas de bolsillos atiborrados de trastos difícilmente identificables. cargaba una mochila que triplicaba el tamaño de la mía -que no era, para nada, pequeña- y sus ojos se encontraban protegidos por un los sucios cristales lupa de unas grandes gafas de pasta que se asemejaban, en su forma, a las de Harry Potter.

Me miraba como esperando a que yo dijera algo, con una sonrisa inmensa, tan grande que era incluso molesta. No sabía muy bien qué era lo que esperaba de mí aquel extraño muchacho, mirándome tan fijamente como si quisiera practicar conmigo la telequinesia, así que opté por permanecer callado hasta que se decidiera a hacer o decir algo.

-¡Hola!- Exclamó en una frecuencia demasiado alta para mis sensibles oídos, una vez hubieron pasado, al menos, dos o tres minutos de incómodo mutismo.

no surprises | jikookDonde viven las historias. Descúbrelo ahora