La era de los braquiuros

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Ximena había perdido condición física: resintió el peso del equipo que cargaba su espalda y sofocada por el calor tuvo que detenerse a recuperar el aliento. Sus botas se hundieron pesadamente en la pegajosa arcilla marrón, las nubes de mosquitos se abalanzaron sobre ella pero ninguno le picó por efecto del extracto de citronela que le cubría brazos y rostro. Por otro lado su mayor preocupación no eran ni el dengue hemorrágico ni los cocodrilos. Recuperó el aliento y continuó su marcha.

Alcanzó la densa arboleda del Islote Avenida Obregón, revisó su reloj. Aunque faltaban dos horas para que subiera la marea tenía que moverse de prisa. Activó el mapa programado en sus lentes de realidad aumentada y cargó en su memoria la guía roji de su padre. Observado cómo había sido el puerto petrolero antes del incremento del nivel del mar pudo deducir el sitio de la avenida donde estaba parada. Alzó la vista y vio los restos del domo del auditorio y las altas torres de la refinería, ahora corroídas y sostenidas únicamente por plantas trepadoras.
Cuarenta años habían bastado para devolver al puerto el aspecto que tenía antes de la llegada del hombre.

— Está delante de ti, a unos trescientos metros —escuchó en su auricular.

Apretó los dientes y se internó en el manglar hundiéndose en el cieno hasta las rodillas. El rumor del oleaje llegó a sus oídos y diminutas gotas de agua de mar se mezclaron con su sudor deslizándose saladas hasta la comisura de su boca.

Apartó las ramas bajas y observó a pocos metros un montículo de arena sobre el que el crustáceo gigante descansaba. Erguido debía tener unos cuatro metros de altura, no era un ejemplar descomunal pero sí era más grande que el promedio, al menos que el último promedio anual registrado. Porque en cada generación los braquiuros se estaban volviendo más grandes.

La mujer se liberó de la mochila, extrajo una plancha de metal con cuatro anclajes afilados hechos de carburo de tungsteno. El braquiuro le daba la espalda, estaba a pocos metros de distancia. Sería una carrera muy corta. Resopló y sin decir nada corrió con toda la fuerza que sus piernas podían darle, le tomaría pocos segundos subir a la duna y saltar encima del animal.

Los segundos se hicieron eternos a cada paso mientras la deslumbrante arena blanca saltaba a cada zancada y el rumor del mar parecía detenerse.

Saltó sobre el punto ciego del caparazón verde azulado del monstruo adelantando con sus brazos el disco de metal. De reojo pudo ver las enormes pinzas dentadas delineadas con un color rojo sangre reposando delante del crustáceo; los ojos telescópicos que contemplaban el mar. Con un golpe seco el disco impactó sobre el carapacho duro como piedra, de inmediato los pistones liberaron los afilados anclajes que penetraron el caparazón. Ella pudo ver como los altos ojos del animal volteaban mientras las enormes pinzas dentadas se abrían.

El corazón de Ximena pareció paralizarse cuando sintió que el ritmo del mundo continuaba a velocidad normal; su cuerpo rodó pesadamente hacia la arena cayendo sobre las hojas pútridas y saladas que la recibieron con un golpe seco. Estaba apenas incorporándose cuando una tenaza abierta ya se precipitaba hacia ella. Jadeando dio una zancada y se alejó esquivando las patas articuladas del braquiuro, ya la había visto.

Un tañido metálico producido por el disco y el estruendo de una turbina la hicieron sonreír.

El braquiuro se elevó agitando sus diez extremidades en el aire, tratando de alcanzar el grueso cordón de nylon que sostenía al imán que estaba pegado al disco anclado en su caparazón. Ximena se cubrió los ojos cuando sintió el roce de la fina arena llevada por el impulso de los rotores del viejo helicóptero que se elevaba sobre ella.

— Arenque dos, tenemos al espécimen, vamos para allá.

Adolorida, la cazadora se asió de la línea de vida que le lanzaron desde la aeronave y haciendo un último esfuerzo se sostuvo hasta llegar a la compuerta. Después se dejó caer en el asiento y se puso las manos sobre el rostro, resoplando pesadamente. Necesitaba descansar. No, necesitaba retirarse. Este verano cumpliría cuarenta y aunque compensaba con experiencia la disminución de su fuerza, al final de cada cacería no dejaba de repetirse que sería la última.

Su trabajo estaba lejos de terminar.
Miró por un costado y vio a varios monstruos nadando en el océano turquesa. Hasta hacía algunas décadas los braquiuros no habían sido otra cosa que Callinectes Sapidus: llamadas comúnmente jaibas o cangrejos azules. ¿Por qué habían crecido a un tamaño colosal? Algunos culpaban al incremento del nivel del mar ocurrido cuarenta años atrás, otros a una mutación con fines comerciales que se había salido de control, había quienes incluso hablaban de castigos apocalípticos que tenían que ver con plagas de langostas (después de todo, también son crustáceos) pero en general, todos coincidían en que la batalla contra ellos se estaba perdiendo.

Desde Nueva Escocia hasta el Río de la Plata los asentamientos costeros que no habían sido arrasados por la entrada del mar de pronto fueron invadidos por voraces y agresivos crustáceos del tamaño de un perro. Sumidos en el caos del desastre ecológico, apenas si hubo organización suficiente en América para coordinar un ataque: Se les bombardeó en tierra y en mar, se lanzaron cargas submarinas, se vertió veneno e incluso se intentó infectarlos con dinoflagelados... pero ya que cada hembra ponía un millón de huevos, los ataques hacian poca mella en la población: Año tras año crecían en tamaño y en cantidad, infestando la plataforma continental y adentrándose cada vez más en el terreno que el hombre aun no había perdido frente al mar.

La aeronave posó su carga en una jaula sobre la cubierta de Arenque 2, una plataforma petrolera que ahora estaba destinada a la investigación. Era extraño, pero a diferencia de especímenes anteriores este no intentó escapar ni destruir la malla y las barras de la jaula. Tampoco se inmutó cuando el jefe de biología se acercó portando un aguijón eléctrico diseñado para dejar en coma a los crustáceos antes de la vivisección.

— Esto no es normal—dijo Ximena.

Tras el aguijonazo una carrucha se deslizó por encima de la jaula portando la sierra que después hendió el caparazón.

Los ojos cristalinos del braquiuro hembra la miraron fijamente.

Y por un instante vio en su mente la costa del Golfo de México como había sido medio siglo antes. Vio cómo un objeto se estrellaba en el mar y se hundía bajo las aguas turbulentas. La presión y el impacto hendieron las paredes de aquella nave extraterrestre permitiéndole a los crustáceos entrar y encontrar el cuerpo del piloto.
Vio el cadáver venido de un mundo acuático y helado de más allá de las estrellas. Un cuerpo del que muchas jaibas se nutrieron, haciendo suyas proteínas alienígenas que se negaron a morir y empezaron a replicarse en ellas.
Proteínas que después de generaciones habían hecho brotar en sus cromosomas no sólo la inteligencia sino el deseo de conquista.

— ¿Qué diablos será esto...? —se preguntó el biólogo al extraer una estructura rígida que más parecía estar hecha de plástico que del carbonato de calcio que formaba el exoesqueleto.

Ximena ni siquiera alcanzó a gritar.

Una bola de luz violenta y brillante iluminó la noche cuando la bomba explotó dejando un cúmulo de metal retorcido y cenizas ardientes donde antes estaba la plataforma.

Después de unos instantes la onda de choque se sintió en el mar; los cangrejos gigantes que extendían sus ojos telescópicos sobre las olas comenzaron a salivar en honor de la mártir, su sacrificio sería recordado en la historia oral para las generaciones por venir.

El incremento del nivel del mar había sido la señal para cumplir aquel destino leído en las estrellas: Así como la era de los dinosaurios había terminado con el resplandor de un meteorito para dar paso a la era de los mamíferos, así ahora terminaría la era de los hombres y comenzaría la era de los braquiuros con el resplandor de miles de explosiones.

La era de los braquiurosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora