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Pasó toda una fase lunar hasta que Varya comenzó a encontrar los estragos de la explosión en el terreno. Ella no creía que el dios sol se dignara a bajar hasta allí por unas simples monedas, era obvio que la estaban sacrificando a modo de ejemplo. Y ella se convertiría en un cuento aterrador para niños evenkis: «La chica que huyó a la aldea del hombre blanco y murió castigada por la divinidad del fuego». Era un nombre largo para un relato, los ancianos deberían revisar eso. Al menos tendría tiempo de imaginarlo, a solas con Tyr bajo el helado atardecer siberiano. Y el día más largo todavía sería insuficiente para estar a salvo en un viaje hacia la nada. La luz escaseaba cuando la muchacha pasó entre los árboles calcinados, arrastrando al animal que se resistía a seguir avanzando.

—No vas a abandonarme otra vez. Tu suerte está atada a la mía, lo lamento —agregó, sosteniendo las riendas que había reforzado antes de salir, para luego notar que sus palabras eran una profecía aterradora para ambos—. De verdad, lo siento mucho.

En ese momento, el ruido de las hojas en el suelo delató la presencia de alguien a su espalda. El reno estuvo a punto de arrastrarla por el camino de vuelta y ella de dejar que lo hiciera debido al susto. En realidad, el sujeto de piel violácea y ojos amarillos que los observaba también pegó su grito horrorizado. Frente a frente, ambos creyeron que serían exterminados y se miraron, esperando hipnotizados el siguiente movimiento. Tyr los sacó del trance, gimiendo desesperado.

—¿Quién eres? —gritó Varya—. ¿No vas a hablarme? ¡Eres él, por los dioses! ¡El anciano tenía razón!

Él abrió la boca, de labios finos y no muy distintos a los de un humano, para pronunciar con timidez un saludo Evenki y presentarse. La muchacha se quedó sorprendida.

—No temas, Varya. Mi nombre es Reth. No tiene equivalente en tu lengua. Y pido que me perdones por tomar de tus conocimientos las palabras que usaré para comunicarme contigo —explicó, señalando con el índice a la altura de la frente.
—¿Eres «Reth el sol»? —creyó comprender ella y se dobló en una reverencia, pasando por alto la revelación de que él podía leer su mente—. ¡Perdóname, por favor! Prometo no volver a pensar siquiera en nada malo. Me vestiré con ropas tradicionales, usaré el pañuelo en la cabeza y no volveré a mirar a los ojos al hombre blanco. Ahora déjame volver a la aldea, te lo ruego.

Él tenía pestañas blancas, las cuales se batieron en señal de confusión.

—No soy el sol —explicó, con cautela—. No tienes las palabras que necesito para explicarlo, pero definitivamente no soy lo que llamas dios.
—¿Qué eres entonces? —preguntó la joven, levantándose con curiosidad—. ¿Vienes de una tribu desconocida?
—Podría decir que soy de otro pueblo, es cierto, y vengo de allí arriba. Mi transporte se ha averiado, estás apoyada en él.

Varya se dio cuenta de que todo calzaba a la perfección con los cuentos que había oído sobre las travesuras de los dioses de la naturaleza. Quedó fascinada y quiso jugar también.

—Esto es una prueba, ¿verdad? ¡Debo demostrar lo que eres!
—¿Eh?
—Voy a encender una buena fogata y te daré algún tributo. Tyr no podrá ser. Si me das un rato puedo conseguirte otra cosa. Has destrozado mucho, va a ser difícil encontrar algo vivo en la zona.

Reth comprendió a qué se refería la muchacha y se sobresaltó.

—¡Estás pensando en matar animales! ¡Vas a darme uno muerto de regalo! ¿En dónde he caído?

Y, como si ellos lo hubieran pedido, desde la oscuridad que reinaba detrás de él surgió un rugido bestial. Varya ya había echado mano a su escopeta.

—No te muevas, tengo tu ofrenda —susurró, expectante.

Más tarde, el oso se convirtió en la cena de ambos. Es decir, de Varya, porque el extraño temblaba frente a la visión de aquella joven de ojos almendrados y cabello oscuro. Ella había dejado los restos de su caza al aire libre, para que tuvieran un entierro del viento (otra forma de decir que los carroñeros limpiarían los huesos), y le rezaba a la llama antes de meterse la comida en la boca.

—Tú no puedes ser el dios sol —declaró desilusionada—. Eres debilucho.
—¡Es lo que he tratado de decirte todo este tiempo! —exclamó Reth—. ¡Soy un viajero que ha tenido un accidente! ¡Y no podrán venir a buscarme hasta...! ¿Cómo mides el tiempo? Varias lunas. Maldición.
—Yo no sé decir esas cosas.
—Las saqué de tu cabeza.
—Pues no escarbes demasiado ahí. —Ella volvió a sus elucubraciones—. Debes ser un dios menor. A lo mejor gobiernas las piedras, o las cenizas.
—No vas a creer lo que diga. Ni siquiera sabes qué hay más allá de este bosque y las vías del tren.
—Eso es por tu culpa. ¿Recuerdas por qué estamos aquí?
—Sí, la bola de metal contra la que estás sentada se descompuso y terminé en este infierno helado —refunfuñó, antes de murmurar en su propia lengua—, tomando prestados conceptos que no conozco del cerebro de una salvaje.

Ella no lo dejó pasar. Se sentía fascinada por aquel muchacho de ropas brillantes y cabello claro.

—¿Qué dijiste? Es la lengua de los dioses, ¿no? Si me perdonas, tienes que asegurarte de que yo lo entienda. No puedo volver a los ancianos sin eso, ya vi de lo que eres capaz así que voy a respetar tus reglas.
—¡No estoy poniéndote a prueba y no soy ningún dios!
—¡Mientes! ¡Tú destruiste este lugar!
—No fue a propósito.
—Ve y díselo a los ancianos.
—Tampoco puedo moverme de aquí, no tengo forma de saber cuándo vendrán a buscarme.
—Entonces yo tampoco lo haré. Hasta que no me des tu perdón no puedo irme —Y era verdad. Además, no pensaba volverse todavía. No si había encontrado al dios sol y ella tenía amarrado a su reno. Era todo lo que necesitaba por ese mes—. Tengo que armar mi refugio y usaré tu bola de metal, si no te molesta.


El dios sol y la domadora de renosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora