Mi nombre es Egaeus. Puedo asegurarles que no existen en mi país torres más melancólicas que las que yo heredé. Los recuerdos de mis primeros años se relacionan con estas torres y sus libros. Aquí murió mi madre y aquí nací yo.
En estas torres me convencí de que hay otras vidas en las cuales estamos antes que en está; lo digo porque poseo vagos recuerdos de formas aéreas, de ojos espirituales y expresivos; una memoria como una sombra inestable en mi cerebro.
Creciendo en estas torres fui desarrollando un espíritu lleno de imaginación. A llegar a la edad viril, aún vivía con mis padres. Las realidades del mundo me afectaban como visiones; mientras que mis extravagantes ideas se convirtieron en la justificación de mi existencia.
Berenice era mi prima. Crecimos juntos pero nos formamos de distinta manera: yo, enfermizo, preso de la melancolía; ella: ágil, graciosa y llena de vitalidad. Solía verla paseando por las colinas, despreocupada de las sombras de la vida mientras yo estudiaba encerrado en el claustro, ensimismado, entregando de lleno a la meditación. ¡Berenice! Invoco tu nombre y las ruinas grises de mi mente, crean mil recuerdos entorno a ti. ¡Su imagen delante de mí, como en los primeros días de la felicidad!, ¡Magnífica y fantástica belleza! !Quién hubiera pensado que después el terror sería tan grande!
Una cruel enfermedad se abatió sobre su cuerpo, transformando sus hábitos, su carácter y perturbando su identidad. Ya no la reconocía como Berenice.
Una especie de epilepsia que terminen en una catalepsia - Un trance del cual uno no se recupera brusca y repentinamente - la agobiaba
Mi propia enfermedad crecía rápidamente agravándose con el uso del opio; asumiendo la forma de una monotonía nueva y extraordinaria que fue mermando todas mis energías, convirtiéndose en una obsesión mental; una intensidad exagerada de interés por todo lo que sucedía, me hacía reflexionar largas horas con la vista clavada en cualquier cosa: una sombra, un libro, una puerta. Podía perderme toda la noche observando la llama de la vela; soñar durante días enteros con el perfume de una flor. Repetir una palabra infinitamente hasta que careciera de sentido. Dejar de moverme; Sentir que no existía físicamente.
Mis libros, en aquella época, hacían que me trastornara hasta la locura, pues todo lo relacionaba con la distorsión física que sufría Berenice.
Cuando era extremadamente bella nunca pude amarla, pero ahora en los grises amaneceres, en las sombras entrelazadas de los bosques al mediodía y en el silencio de mi biblioteca por la noche, ya no consideraba a Berenice como un ser humano sino como un sueño; A pesar de eso desaliñada silueta, la amaba con locura. Estaba decidido a casarme con ella.
Pasado el tiempo se aproximaba nuestra boda.
Una tarde de invierno, que estaba sentado en la inmensa sala medieval creyéndome sólo, Berenice apareció ante mí. ¿Habrá sido mi imaginación, la nebulosidad del ambiente o la lúgubre ropa que vestía lo que le dió un aspecto vacilante e indefinido? Lo cierto es que cuando la mire, un escalofrío helado recorrió mi cuerpo, se veía un exceso demacrada, estaba muy pálida y sus cabellos negros estaban tornándose rubios. No había vida en sus ojos. Entreabrió los labios y vi los dientes de mi alterada Berenice.
¡Ojalá nunca los hubiera visto o me hubiera muerto después de verlos!
Una puerta se cierra de golpe distrayendo mi mirada; cuando alcé la vista nuevamente, mi prima ya no estaba ahí. Me había quedado profundamente impresionado por el aspecto blanco y horrible de sus dientes. El breve instante que duró aquella sonrisa basto para grabarlos por siempre en mi memoria.
¡Los dientes! ¡Los dientes! Visibles, palpables en todas partes, largos, filosos, excesivamente blancos. Entre todos los objetos del mundo yo sólo pensaba en esos terrorífico dientes. Así pase la noche y el día; estaba atardeciendo y yo seguía impresionado, sin haberme movido del sillón, pensando en esos dientes. Por fin pude levantarme para abrir de par en par las puertas de la biblioteca. Ahí encontré una criada que, bañada en llanto, me dijo que Berenice ya no existía, que había muerto mientra yo permanecí encerrado sin abrirle a nadie y sin moverme de mi sillón.
Un ataque de epilepsia se la llevó esta mañana. Su tumba estaba preparada para el anochecer.
Con el corazón lleno de angustia, oprimido por el miedo, caminé pesadamente hacia el dormitorio de la muerta; me dirigí hacia el cadáver y con un sentimiento de profunda tristeza levanté los oscuros paños de las cortinas que la cobijaban, para dejarlos caer sobre mi espalda y aislarme junto con ella del mundo de los vivos. El cuarto entero olía a muerte, pero el ataúd tenía un aroma particular que hacía sentirme mareado; creía que era el hedor del cuerpo en putrefacción.
Quería irme de ahí pero no podía, no tenía fuerza ni para moverlas rodillas, no dejaba de ver el cadáver fijamente... ¡Dios mío, era posible o me estaba volviendo loco!, ¿El dedo de la difunta se había movido bajo la mortaja que le envolvía? Temblando de un increíble horror, observé con detenimiento el cuerpo. Habían colocado una cinta para apretar su mandíbula, pero estaba desatada. Los labios lívidos de Berenice se retorcieron en una especie de sonrisa mostrando sus terribles y blancos dientes al tiempo que sus ojos me lanzaban una vívida mirada. Como un maniaco salí corriendo de aquella alcoba de muerte, misterio y terror.
Me di cuenta de que estaba sentado en la biblioteca, sólo. Me parecía haber despertado de un sueño excitante y confuso. Sabía que era medianoche y que Berenice estaba debajo de la tierra. Pero, del deprimente periodo intermedio, no tenía ningún recuerdo cierto, solo sentía el horror. El resto de la noche traté de saber si había soñado o no, pero todo era en vano. El sonido de un espíritu apagado, el grito agudo y penetrante de una mujer torturaban mis oídos todo el tiempo. Yo había hecho algo, pero ¿qué? Me lo pregunte en voz alta y los ecos susurrante del aposento me respondían: ¿Qué?
En la mesa que estaba a mi lado ardía una lámpara; junto ella una cajita de madera, que no tenía nada en particular, me llamó la atención. Ya la había visto antes, era propiedad del médico de la familia; ¿Cómo era que estaba ahí, junto a mi mesita?, Y ¿por qué me estremecí al mirarla? No valía la pena darle importancia al asunto, así que dejé que mis ojos cayeran sobre las páginas de un libro donde había unas frases subrayadas del poeta:"Mis compañeros me decían que hallaría alivio al visitar la tumba de mi amada"
Al terminar de leer la frase se me erizaron los cabellos y la sangre se congeló en mis venas. Entonces sonó un ligero golpe en la biblioteca, y pálido como un habitante de la tumba, entró uno de mis criados con los ojos desorbitados de terror, hablando con rapidez y nerviosismo sobre un salvaje grito que había turbado el silencio de la noche; dijo algo sobre una tumba violada; sobre un cadáver desfigurado y sin mortaja que aún respiraba, palpitaba, ¡aún viva!
Señaló mis ropas: estaban manchadas de barro y sangre coagula.
No dije nada; él tomó suavemente mi mano y vimos que estaba mordida; conservaba la marca de dientes humanos. Me hizo ver cierto objeto en la pared, lo miré durante unos segundos... Era una pala. Con un alarido salte hasta la mesa y agarre la caja. Pero no pude abrirla, pues en mi temblor se me escapó de las manos, cayendo pesadamente y haciéndose añicos; y de ella, con un sonido estrepitoso, rodaron algunos instrumentos de cirugía dental, entremezclados con 32 pequeñas piezas blancas parecidas al marfil, que se desparramaron en el piso.
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Cuentos clásicos de terror
TerrorLas situaciones más aterradoras de la imaginación se juntan con el suspenso, la inteligencia, la locura y los crímenes inconfesables que te adentraran en una atmósfera de miedo y desesperación...