En mis años mozos y más vulnerables mi padre me dio un consejo que desde aquella época no ha
dejado de darme vueltas en la cabeza.
"Cuando sientas deseos de criticar a alguien" -fueron sus palabras- "recuerda que no todo el mundo ha
tenido las mismas oportunidades que tú tuviste."
No dijo nada más, pero como siempre nos hemos comunicado excepcionalmente bien, a pesar de ser
muy reservados, comprendí que quería decir mucho más que eso. En consecuencia, soy una persona dada
a reservarme todo juicio, hábito que me ha facilitado el conocimiento de gran número de personas
singulares, pero que también me ha hecho víctima de más de un latoso inveterado. La mente anormal es
rápida en detectar esta cualidad y apegarse a las personas normales que la poseen. Por haber sido partícipe
de las penas secretas de aventureros desconocidos, en la universidad fui acusado injustamente de ser
político. No busqué la mayor parte de estas confidencias; a menudo fingía tener sueño o estar preocupado;
o cuando gracias a algún signo inconfundible me daba cuenta de que se avecinaba por el horizonte la
revelación de alguna confidencia, mostraba una indiferencia hostil. Y es que las revelaciones íntimas de
los jóvenes, o al menos la manera como las formulan, son por regla general plagios o están deformadas por
supresiones obvias. Reservarse el juicio es asunto de esperanza ilimite. Todavía hoy temo un poco
perderme de algo si olvido que como lo insinuó mi padre en forma por demás pretencioso, y yo de la
misma manera lo repito-, el sentido fundamental de la buena educación es inequitativamente repartido al
nacer.
Y tras vanagloriarme de este modo de mi tolerancia, he de admitir que tiene un límite. La conducta
puede estar cimentada en la dura piedra o en el pantano húmedo, pero pasado cierto punto me tiene sin
cuidado en qué se funde. Cuando regresé del Este en el otoño sentí deseos de que el mundo estuviera de
uniforme y con una especie de eterna vigilancia moral; no quería mas excursiones desenfrenadas con
atisbos privilegiados al corazón humano. Sólo Gatsby, el hombre que presta su nombre a este libro,
Gatsby, el hombre que representaba cuanto he desdeñado desde siempre, estuvo eximido de mi reacción.
Si por personalidad - se entiende una serie ininterrumpida de gestos exitosos, entonces había algo fabuloso
en él, una sensibilidad a flor de piel hacia las promesas de la vida, como si estuviera vinculado a uno de
aquellos intrincados aparatos que registran terremotos a diez mil millas de distancia. Esta sensibilidad
nada tiene que ver con la amorfa capacidad de impresionarse que adquiere categoría bajo el nombre de
"temperamento creativo era, más bien, una extraordinaria disponibilidad para la esperanza, una presteza
para el romance que jamás he encontrado en nadie y que probablemente no vuelva a hallar jamás. No....