Cuando regresé a West Egg aquella noche temí por un instante que mi casa estuviera en llamas. Eran
las dos de la mañana y todo el ángulo de la península resplandecía de luz, haciendo que los arbustos
parecieran irreales y produciendo unos destellos largos y delgados sobre los cables de la carretera. Al
voltear por un recodo vi que se trataba de la casa de Gatsby, que tenía encendidas las luces desde la torre
hasta el sótano.
Al principio pensé que sería otra fiesta, una desenfrenada farra que habría acabado en un juego de
“escondites” o de “sardinas enlatadas”, con toda la casa abierta para el juego. Pero no había ruido. Tan
sólo el viento en los árboles que se llevaba los cables y hacía que la casa se apagara y se encendiera como
guiñando el ojo en la oscuridad. Cuando el taxi se alejó ruidoso vi que Gatsby caminaba hacia mí a través
de su prado.
-Tu casa se ve como la Feria Mundial le dije.
-¿De veras? Distraído volvió los ojos hacia ella-. He estado inspeccionando algunos de los cuartos.
Vámonos para Coney Island, viejo amigo. En mi auto.
-Está demasiado tarde.
-Bien, entonces qué tal si nos metemos un rato a la piscina. No la he usado en todo el verano.
-Tengo que acostarme.
-Bueno.
Esperó, mirándome con interés controlado.
Hablé con la señorita Baker -dije, después de un momento-. Mañana pienso llamar a Daisy para
invitarla a que venga a tomar el té.
-Ah, qué bien -dijo, como si esto lo tuviera sin cuidado-, No quiero causarte molestias.
-¿Qué día te conviene más?
-¿Qué día te conviene a ti? -me corrigió enseguida -. Es que no quiero causarte molestias.
-¿Qué tal pasado mañana?
Lo pensó por un instante. Entonces, turbado:
-Quiero hacer que corten el césped -dijo.
Ambos miramos el césped... habla una división tajante en el lugar donde terminaba mi césped poco
cuidado y empezaba el suyo, más oscuro y bien tenido. Sospeché que se refería al mío.
-Hay otra cosita -dijo inseguro y dudando.
-¿Preferirlas que lo postergáramos por unos días? -pregunté.
-Ah, no, no tiene nada que ver con esto. Al menos... -luchó tratando de encontrar cómo empezar-.
Es que... pensé que, pues.... mira, viejo amigo, tú no ganas mucho dinero, ¿no es cierto?
-No mucho.
Esto pareció reafirmarlo y continuó con mayor confianza.
-Eso pensé; si me lo perdonas, pues... que, bien; yo tengo un negocio secundario, ¿sí me entiendes? y
pensé que si tú no ganabas mucho... tú vendes bonos, ¿no es cierto, viejo amigo?
-Trato de hacerlo.
-Pues entonces esto te podrá interesar. No te tomaría mucho tiempo y podrías conseguir una bonita
suma. Es algo más bien confidencial.
Me doy cuenta ahora de que bajo circunstancias diferentes esta conversación habría podido ser un
momento crucial en mi vida. Pero como la oferta fue hecha sin ningún tacto y obviamente como
contraprestación por los servicios que había de prestarle, no tuve más salida que plantarlo en seco.
-Tengo el tiempo copado-dije te lo agradezco mucho, pero no puedo con más trabajo.
-No tendrías nada que ver con Wolfsheim -era evidente que eludía la conexión mencionada al
almuerzo, pero le aseguré que se equivocaba. Se quedó un momento más, esperando a que yo iniciara la
conversación, pero yo me encontraba demasiado absorto para ponerme a conversar, y entonces se
encaminó a regañadientes a su casa.
La velada me había relajado y estaba feliz; creo que ya iba dormido cuando pasé por la entrada de la
casa. No sé, pues, si Gatsby iría o no a Coney Island o por cuántas horas “inspeccionaría sus cuartos”
mientras su casa seguía relumbrando llamativa. Al otro día llamé a Daisy desde la oficina y la invité a
tomar el té a mi casa.
-No traigas a Tom la previne.
-¿Qué dices?
-Que no traigas a Tom.
-¿Quién es Tom? preguntó inocente.
El día convenido amaneció diluviando. A las once de la mañana un hombre de impermeable,
arrastrando una podadora, tocó a la puerta y dijo que el señor Gatsby lo había enviado para qué cortara el
césped. Esto me recordó que se me había olvidado decirle a la finlandesa que regresara y entonces tuve
que ir al pueblo de West Egg para buscarla entre callejones empantanados y muros pintados con cal, y para
comprar tazas, limones y flores.
Las flores fueron innecesarias, porque a las dos llegó todo un invernadero de donde Gatsby, con
innumerables receptáculos para acomodar las flores. Una hora después la puerta del frente se abrió
nerviosamente y Gatsby, en un vestido de paño blanco, camisa color plata y corbata dorada, se apresuró a
entrar.
Estaba pálido y tenía oscuros signos de insomnio bajo los ojos.
-¿Está todo en orden? -procedió a preguntar.
- El césped se ve bien, si a eso es a lo que te refieres.
-¿Qué césped? -preguntó inexpresivo-. Ah, el del jardín.
Se asomó por la ventana pero, a juzgar por su expresión, creo que nada vio.
-Se ve muy bien -anotó vagamente-. Uno de los diarios dijo que creían que dejaría de llover hacia las
cuatro. Creo que fue el Journal. ¿Lo tienes todo dispuesto para servir el... el té?
Lo llevé a la despensa, donde miró con gesto adusto a la finlandesa. Juntos revisamos los doce pasteles
de limón de la salsamentaria.
-¿Serán suficientes? -pregunté.
-¡Claro, claro! ¡Están perfectos! -y añadió con voz hueca ... viejo amigo.
La lluvia cedió, un poco después de las tres y media, dejando una neblina húmeda, a través de la cual
nadaban ocasionales gotitas como de rocío. Gatsby miraba con ojos ausentes una copia de la Economía de
Clay, sobresaltado por los pasos de la finlandesa que sacudían el piso de la cocina y mirando de vez en
cuando hacia las empacadas ventanas como si una serie de acontecimientos invisibles pero alarmantes
estuvieran teniendo lugar afuera. Al cabo se levantó y me informó con voz insegura que se marchaba a
casa.
-¿Y eso por qué?
-Nadie va a venir a tomar el té. ¡Está demasiado tarde! - miró su reloj como si tuviera algo urgente que
hacer en otra parte-. No puedo esperar todo el día.
-No seas tonto; sólo faltan dos minutos para las cuatro.
Se sentó, sintiéndose miserable, como si yo lo hubiese empujado, en el preciso instante en que se oyó
el ruido de un motor que daba la vuelta por el camino hacia la casa. Ambos brincamos y, un poco inquieto
yo también, salí al prado.
Bajo los desnudos árboles de lila, que aún goteaban, un auto grande subía por el sendero. Se detuvo.
El rostro de Daisy, ladeado bajo un sombrero color lavanda de tres picos, me miro con una brillante
sonrisa de éxtasis.
-¿Es éste el mismísimo lugar donde vives, querido mío?
El estimulante rizo de su voz era un salvaje tónico en la lluvia. Tuve que seguir su sonido por un
momento, alto y bajo, sólo con mi oído, antes de que salieran las palabras. Un mechón de pelo mojado caía
como una pincelada de pintura azul en su mejilla, y su mano estaba húmeda de brillantes gotas cuando le
di la mía para ayudarla a bajar del carro.
-¿Estás enamorado de mí? -me dijo en voz baja al oído-, o, ¿por qué tenía que venir sola?
-Este es el secreto del Castillo Rackrent. Dile a tu chofer que se vaya lejos y deje pasar una hora.
-Regresa dentro de una hora, Ferdie -entonces, con un solemne murmullo-. Su nombre es Ferdie.
-¿Le afecta la gasolina la nariz?
-No creo dijo inocente-. ¿por qué?
Entramos. Quedé anonadado por la sorpresa al ver que la sala estaba desierta.
-Pero, ¡esto sí es gracioso!
-¿Qué es gracioso?
Volvió la cabeza al sentir que tocaban a la puerta con suavidad y elegancia. Salí a abrir. Gatsby,
pálido como la muerte, con las manos hundidas, como pesas, en los bolsillos del saco, estaba de pie, en
medio de un charco de agua, mirándome trágicamente a los ojos.
Con las manos aún en los bolsillos del saco caminó a zancadas a mi lado en el vestíbulo, giro en seco
como si fuéramos en tranvía y desapareció hacia la sala. Esto no era nada divertido. Consciente de los
fuertes latidos de mi corazón, cerré la puerta para hacerle frente a la lluvia que arreciaba.
Durante medio minuto no se escuchó sonido alguno. Entonces, desde la sala, oí una especie de
murmullo apagado y parte de una carcajada, seguido de la voz de Daisy, en un tono claramente artificial.
-Créeme que estoy inmensamente feliz de volverte a ver.
Una pausa. Duró eternidades. Nada tema que hacer yo en el vestíbulo, y entonces entré al cuarto.
Gatsby, con las manos aún en los bolsillos, estaba reclinado sobre la repisa de la chimenea, en una
posición forzada que pretendía imitar la más perfecta calma, incluso hasta aburrimiento. Tenía la cabeza
tan inclinada hacia atrás que se apoyaba en la cara de un difunto reloj que había sobre la repisa, y, desde
aquella posición sus ojos afectados miraban hacia abajo a Daisy, sentada con susto pero con gracia en el
borde de una rígida silla.
-Ya nos conocíamos -farfulló Gatsby-. Sus ojos me miraron un instante y sus labios se abrieron con un
abortado intento de risa. Por suerte el reloj aprovechó este momento para balancearse peligrosamente por
la presión de su cabeza, lo cual obligó a Gatsby a voltearse, para agarrarlo con los temblorosos dedos, y a
volverlo a colocar en su sitio. Entonces se sentó, rígido, su codo en el brazo del sofá y el mentón en la
mano.
Mi propio rostro había adquirido ahora un profundo bronceado tropical. No fui capaz de mascullar
ningún lugar común de los cientos que se me venían a la cabeza.
-Es, un reloj viejo les dije como un idiota.
-Siento lo del reloj -dijo.
Creo que por un momento todos pensamos que se había caído, volviéndose añicos en el piso.
-Hace mucho tiempo que no nos veíamos dijo Daisy, su voz lo más natural posible, como si nada
pasara.
-Cinco años en noviembre próximo.
Lo automático de la respuesta de, Gatsby nos hizo retroceder al menos otro minuto. Los tenía a ambos
de pie con la desesperada sugerencia de que me ayudaran a preparar el té en la cocina, cuando la
demoníaca finlandesa lo trajo en una bandeja.
En medio de la bienvenida confusión de tazas y tortas se estableció una cierta decencia física. Gatsby
se acomodó en la sombra, y mientras Daisy y yo conversábamos, nos miraba turbado a uno y otro, con
miradas angustiadas y tensas. No obstante, puesto que la calma no era un fin en sí mismo, me excusé lo
más pronto que pude y me levanté.
-¿A dónde vas? -preguntó Gatsby, en inmediata alarma.
-Ya regreso.
-Tengo que hablar contigo antes de que te marches.
Me siguió como loco hasta la cocina, cerró la puerta, y susurro: “¡Oh, Dios!”, con tono miserable.
-¿Qué sucede?
-Es un terrible error -dijo, sacudiendo la cabeza de lado a lado-, un terrible error.
- Estás turbado, eso es todo -y por suerte agregué: -Daisy también lo está.
-¿Turbada? -repitió con incredulidad.
-Tanto corno tú.
-No hables en voz tan alta.
-Te estás portando como un niño -estallé con impaciencia-. No sólo eso; también estás siendo
maleducado. Daisy está sentada allá completamente sola.
Levantó la mano a fin de contener mis palabras, me miró con rencoroso reproche, y, abriendo la puerta
con cautela, regresó a la otra habitación.
Me escabullí por detrás de la misma manera que Gatsby, cuando diera su nervioso circuito a la casa
media hora antes- y corrí hacia un gran árbol, negro y nudoso, cuyas grandes hojas formaban un techo
contra la lluvia. Otra vez estaba lloviendo a cántaros, y mi irregular césped, bien afeitado por el jardinero
de Gatsby, estaba lleno de pequeños charcos de lodo y de ciénagas prehistóricas. No había nada para mirar
desde el árbol, salvo la enorme casa de Gatsby, y entonces hacia allí dirigí mi vista, como Kant al
campanario de su iglesia, durante media hora.
Había sido construida por el dueño de una cervecería cuando comenzó a usarse la arquitectura de
estilo, una década atrás, y se cuenta que hizo la propuesta de pagar durante cinco años los impuestos de,
todas las casas circundantes si sus dueños aceptaban techarlas con paja. Es posible que su rechazo le
quitara las ganas de su plan de “Fundar una familia” y lo llevara a un rápido declinar. Sus hijos vendieron
la casa cuando aún colgaba de la puerta la corona fúnebre. Los norteamericanos, si bien algunas veces
desean ser siervos, siempre se han llegado a pertenecer al campesinado.
Después de media hora, con el sol brillando de nuevo y el auto de la repostería dando la vuelta en la
casa de Gatsby con más materia prima para la comida de sus sirvientes, me di cuenta de que él no probaría
bocado. Una criada comenzó a abrir las ventanas de su casa, se asomó un instante por casa una y, recostada
en el gran mirador central, escupió pensativa al jardín. Era hora de regresar. Mientras estuvo lloviendo me
pareció como si sus voces susurraran, elevándose y ampliándose una y otra vez con alientos de emoción.
Pero en el actual silencio pensé que uno igual había caído sobre la casa también.
Entré; pero a pesar de haber hecho todos los ruidos posibles en la cocina -lo único que me falto fue
tumbar la estufa-, como que no escucharon nada. Estaban sentados a ambos lados del sofá, mirándose
como si se hubieran formulado una pregunta, o como si ésta estuviera aún en el aire, desaparecido todo
vestigio de turbación. Daisy tenía el rostro bañado en lágrimas y cuando entré saltó y comenzó a
limpiárselo con un pañuelo ante el espejo. Pero en Gatsby había un cambio que me dejaba bastante
perplejo: el hombre literalmente resplandecía: sin mostrar su entusiasmo con gesto o palabra algunos,
irradiaba un nuevo bienestar que llenaba el saloncito.
-¡Ah, hola, viejo amigo! -dijo, como si no me hubiese visto hace años. Por un momento pensé que me
iba a dar la mano.
-Ya escampó dije.
-¿Sí? cuando se dio cuenta de qué estaba diciendo yo, y que había destellos de sol en el cuarto, sonrió
como el hombre que pronostica el clima, como un arrobado promotor de la luz recurrente, y le repitió la
noticia a Daisy-. ¿Qué te parece? Escampó.
-Me alegro, Jay -su garganta, llena de belleza adolorida y sufriente, expresaba ahora tan sólo su
inesperada felicidad.
-Quiero que tú y Daisy vengan a mi casa -dijo-; me gustaría que ella la conociera.
-¿Estás seguro de que deseas que yo vaya?
- Por supuesto, viejo amigo.
Daisy subió a lavarse la cara -demasiado tarde me acordé, con humillación, de mis toallas- mientras
Gatsby y yo esperábamos en el césped.
-¿Se ve bien mi casa, no? -preguntó-. Mira como absorbe la luz la fachada de adelante.
Le dije que era espléndida.
-Sí -sus ojos la recorrieron, cada arco y cada torre cuadrada-. Sólo me tomó tres años ganarme el
dinero para comprarla.
-Pensé que lo hablas heredado.
-Lo heredé, viejo amigo dijo automáticamente-pero lo perdí casi todo en el gran pánico, el pánico de la
guerra.
Creo que apenas sabía lo que decía, porque cuando le pregunté, en qué negociaba me contestó: “Eso es
asunto mío”, antes de darse cuenta de que la respuesta no era apropiarla.
-Ah, he estado en varios ramos -se corrigió -. En el farmacéutico y luego en el petrolífero. Pero ya no
estoy en ninguno de los dos -me miró con más atención-. ¿Quieres decirme qué has estado pensando de la
propuesta que te hice la otra noche?
Antes de que pudiera responder, Daisy salió de la casa y las dos hileras de botones de bronce de su
traje resplandecieron en la luz del sol.
-¿Aquella inmensa casa que está allá? exclamó, señalándola.
-¿Te gusta?
-Me fascina, pero no me explico cómo puedes vivir en ella tú solo.
La mantengo llena de gente interesante, día y noche. De gente que hace cosas interesantes. Gente
famosa.
En lugar de tomar un atajo por el estuario bajamos por el camino y entramos por la puerta grande. Con
murmullos de fascinación, Daisy admiró éste o aquel aspecto de la silueta feudal contra el cielo; adniró los
jardines, el chispeante olor de los junquillos, el ligero del espino y de las flores del ciruelo y el pálido y
dorado de la madreselva. Era raro llegar a las escalinatas de mármol y no encontrar el crujir de vestidos
brillantes dentro y fuera de la puerta y no escuchar voces, salvo las de los pájaros de los árboles.
Y adentro, mientras recorríamos salones de música estilo Maria Antonieta y salas estilo Restauración,
sentí que había huéspedes escondidos tras cada mesa y cada sofá, bajo órdenes de mantener total silencio
hasta que pasáramos junto a ellos. Cuando Gatsby cerró la puerta de la “Biblioteca Merton College” podría
haber jurado que escuché al hombre Ojos de Búho prorrumpir en una fantasmal carcajada.
Subimos y pasamos por alcobas de estilo, recubiertas en seda rosa y lavanda, y alegres con las flores
nuevas y a través de vestidores, salones de billar y sanitarios con baños de inmersión. Entramos como
intrusos en una alcoba donde un desgreñado hombre en piyama hacia en el piso ejercicios para el hígado.
Era el señor Klipspringer, el “interno”. Lo había visto vagar ávido por la playa aquella mañana. Por último
llegamos a los aposentos de Gatsby: la alcoba, un baño, y un estudio Adam, donde nos sentamos a tomar
una copa de algún chartreuse que sacó de un mueble empotrado en la pared.
Ni por un momento dejó de mirar a Daisy, y pienso que revaluó cada articulo de su casa de acuerdo al
grado de aprobación que leyó en sus bien amados ojos. Algunas veces, él también se quedaba observando
sus posesiones con una mirada atónita, como si ante la real y sorprendente presencia de Daisy nada de ello
siguiera siendo real. Una vez casi se cae en un tramo de escaleras.
Su alcoba era el cuarto más sencillo de todos, exceptuando el vestidor, que estaba dotado de un juego
de tocador de oro puro. Daisy tomó el cepillo con placer y se arregló el pelo, y entonces Gatsby se sentó,
entrecerró los ojos y comenzó a reír.
-Es muy extraño, viejo amigo -dijo con hilaridad-. No puedo.... cuando trato de ...
Era evidente que había experimentado dos estados y que entraba al tercero. Pasados su turbación y la
irracional felicidad, lo consumía ahora el asombro por la presencia de Daisy: había estado lleno de la idea
por mucho tiempo, la había soñado hasta el final, la había esperado con los dientes apretados, por así
decirlo, hasta alcanzar este inconcebible nivel de intensidad. Ahora, en la reacción, se estaba
desenvolviendo tan rápido como un reloj con exceso de cuerda.
Recuperándose enseguida, abrió para nosotros un par de gigantescos gabinetes enlacados que
contenían un montón de vestidos y trajes de etiqueta, corbatas y camisas, apiladas como ladrillos, en cerros
de a docena.
-Tengo un hombre en Inglaterra que me compra la ropa. Me envía una selección de artículos al
comienzo de cada estación, en la primavera y en el otoño.
Sacó una pila de camisas y comenzó a arrojarlas, una tras otra, ante nosotros; camisas de lino puro y de
gruesas sedas y de finas franelas, que perdieron sus dobleces al caer y cubrieron la mesa en un abigarrado
desorden. Mientras las admirábamos trajo otras, y el suave y rico montículo creció más alto con camisas a
rayas, de espirales y a cuadros; en coral y verde manzana, en lavanda y naranja pálido, con monogramas en
azul índigo. De pronto, emitiendo un sonido que luchaba por salir, Daisy dobló su cabeza sobre las
camisas y comenzó a llorar a mares.
-¡Qué camisas más bonita! -sollozaba, con la voz silenciada por los ricos pliegues-. Me pongo triste
porque nunca antes había visto camisas como... como éstas.
Después de ver la casa nos disponíamos a observar los alrededores y la piscina, el hidroavión y las
flores de pleno verano, pero en el exterior de la ventana de Gatsby había comenzado a llover de nuevo y
nos quedamos sólo viendo la corrugada superficie del estuario.
-Si no fuera por la neblina podríamos ver tu casa al otro lado de la bahía -dijo Gatsby-. Ustedes
mantienen una luz verde encendida toda la noche al final del muelle.
De pronto, Daisy le pasó el brazo por entre el suyo, pero él parecía absorto en lo que acababa de decir.
Es posible que se le estuviera ocurriendo que el colosal significado de aquella luz se hubiera apagado para
siempre. Comparado con la gran distancia que lo había separado de Daisy, le había parecido muy cercana a
ella, casi como si la tocara. Le parecía tan cercana como una estrella lo está de la luna. Ahora había vuelto
a ser tan sólo una luz verde en un muelle. Su cuenta de objetos encantados se había disminuido en uno.
Yo comencé a caminar por el cuarto, examinando diversos objetos en la semipenumbra. Me mostró
una fotografía grande de un hombre ya mayor en traje de marinero, colgado en la pared, encima de su
escritorio.
-¿Quién es?
-¿Aquél? Es Dan Cody, viejo amigo.
El nombre me sonaba conocido.
-Ya está muerto. Fue mi mejor amigo hace años.
Habla un pequeño retrato de Gatsby, también en vestido marinero, sobre la cómoda -Gatsby con la
cabeza echada hacia atrás, desafiante-, tomado aparentemente cuando tenía más o menos diez y ocho años.
-Me fascina -dijo Daisy-. ¡El copete! No me contaste nunca que tuvieras un copete, o un yate.
- Miren esto -dijo Gatsby enseguida-. Tengo una cantidad de recortes sobre ti.
Se pararon juntos a examinarlos. Yo iba a pedir que me mostrara los rubíes cuando el teléfono repicó
y Gatsby tomó el auricular.
-Sí... Bueno, ahora no puedo hablar... No puedo hablar ahora, viejo amigo... dije que un pueblo
pequeño... el tiene que saber qué es un pueblo pequeño... pues si Detroit es su idea de lo que es un pueblo
pequeño, entonces no nos sirve...
Colgó.
-¡Ven acá, rápido! -exclamó Daisy, junto a la ventana.
La lluvia seguía cayendo, pero la oscuridad se había alejado en el oeste, y había una oleada color rosa
y oro de nubes espumosas sobre el mar.
-Mira eso -murmuró, y luego, tras una pausa dijo:
-Lo único que quisiera sería tomar una de aquellas nubes rosadas, ponerte en ella y empujarte por
todas partes.
En aquel momento trate de marcharme, pero no querían ni oír hablar de ello; quizás mi presencia los
hacía sentir más satisfactoriamente solos.
-Ya sé lo que haremos -dijo Gatsby ; pondremos a Klipspringer a tocar el piano.
Salió del cuarto gritando: “Edwig!” y regresó en unos minutos, acompañado por un turbado joven un
tanto demacrado, con anteojos de marco de carey y cabello rubio escaso. Ahora venia bien vestido, en una
camisa deportiva, abierta en el cuello, de tenis y pantalones de dril de un tono nebuloso.
-¿Interrumpimos sus ejercicios? preguntó Dáisy con cortesía.
-Estaba dormido - exclamó el señor Klipspringer, con un ataque de turbación-. Es decir, había estado
dormido. Luego me levanté... --Klipspringer toca el piano dijo Gatsby, interrumpiéndolo-. ¿No es cierto,
Edwig, viejo amigo?
-No toco bien. No ... casi no sé tocar. Hace tiempo que no prac...
-Nos vamos para abajo -interrumpió Gatsby-. Prendió un interruptor. Las ventanas grises
desaparecieron al quedar la casa bien iluminada.
Ya en el cuarto de música Gatsby encendió una lámpara solitaria que estaba junto al piano. Le
encendió el cigarrillo a Daisy con un fósforo tembloroso y se sentó con ella en un sofá muy lejano, al otro
extremo del cuarto, donde no había luz, salvo la que rebotaba desde el vestíbulo en el piso brillante.
Cuando Klipspringer hubo tocado El nido de amor, se volteó en la banca y buscó angustiado a Gatsby
en la penumbra.
-No estoy en forma, como ve. Le dije que no era capaz de tocar. Hace tiempos que no prac...
-Deje de hablar, viejo amigo -ordenó Gatsb ¡Toque!
En la mañana
En la noche
no se pasa bien...
Afuera, el viento soplaba fuerte y se escuchaba un leve tronar a lo largo del estuario. Se estaban
encendiendo ya todas las luces en West Egg; los tranvías, cargados de hombres, se precipitaban a casa a
través de la lluvia desde Nueva York. Era la hora de un profundo cambio humano, y en el aire se generaba
una gran excitación.
Una cosa es segura y ninguna lo es más
Los ricos tienen dinero y
los pobres... hijos no más
Mientras tanto,
entre tanto...
Al acercármela para decirle adiós vi que la expresión de perplejidad había vuelto a adueñarse de
Gatsby como si le hubiese entrado una pequeña duda sobre la calidad cae su presente dicha.
¡Casi cinco años! Debió haber momentos, aún en aquella tarde, cuando Daisy se quedara corta con
relación a sus sueños; no por culpa de ella, empero, sino por la colosal vitalidad de la ilusión de Gatsby,
que la había superado a ella, que lo había superarlo todo. Se había dedicado a su quimera con una pasión
creadora, agrandándola todo el tiempo, adornándola con cada una de las plumas brillantes que pasaban
nadando junto a sí. Ninguna cantidad de fuego o frescura puede ser mayor que aquello que un hombre es
capaz de atesorar en su insondable corazón.
Cuando lo miré se compuso un poco. Su mano asió la de Daisy, y cuando la joven con voz queda le
dijo algo al oído, se volvió hacia ella, pleno de emoción. Creo que aquella voz era lo que más lo capturaba,
con su calidez fluctuante y febril, porque la soñada no podía ser mayor... aquella voz era una canción
inmortal.
Se habían olvidado de mí, pero Daisy alzó los ojos y me estiró la mano; Gatsby ni me conocía. Los
miré una vez más y ellos me devolvieron la mirada, remotamente, poseídos por una vida intensa. Entonces
salí del cuarto, y bajé por las escalinatas de mármol para adentrarme en la lluvia, dejándolos a los dos solos
en él.