VII

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En el momento en que la curiosidad que Gatsby excitaba estaba en su apogeo, las luces de su casa no
se encendieron un sábado en la noche, y, del mismo modo oscuro como habla principiado, terminó su
carrera de Trimalción. Sólo en forma gradual me di cuenta de que los automóviles que llegaban llenos de
expectativas a su explanada permanecían sólo un minuto y luego se marchaban de mala gana.
Preguntándome si estaría enfermo, resolví pasar a su casa a averiguarlo: un mayordomo desconocido con
cara de villano me dio una recelosa mirada de soslayo desde la puerta.
-¿Está el señor Gatsby enfermo?
-No -después de una pausa agregó: “señor”, de manera dilatoria y a regañadientes.
-Como no lo he visto por los alrededores, estaba un poco preocupado. Dígale que el señor Carraway
pasó por acá.
-¿Quién? -preguntó altanero.
-Carraway.
-Carraway. Está bien; se lo diré.
Y sin más, cerró la puerta de un golpe.
Mi finlandesa me informó que el señor Gatsby había despedido a todos los criados de su casa la
semana anterior, reemplazándolos por media docena de gente nueva, que jamás iba al pueblo de West Egg
para recibir sobornos de los comerciantes sino que ordenaban un mercado moderado por teléfono. El
muchacho de la tienda de abarrotes contó que la cocina parecía una pocilga, y la opinión generalizada en el
pueblo era que estos nuevos empleados no eran ningunos criados.
Al día siguiente Gatsby me llamó por teléfono.
-¿Te vas de aquí? -pregunté.
-No, viejo amigo.
-Escuché que despediste a todos tus criados.
-Quería gente que no chismeara. Daisy viene con frecuencia... por las tardes.
Así que la gran ostentación se había desplomado como un castillo de naipes ante los ojos llenos de
reproche de Daisy.
- Estas, son algunas personas por las cuales Wolfsheim quería hacer algo. Son todos hermanos y solían
regentar un hotelito.
-Ya veo.
Me llamaba a petición de Daisy... ¿quería ir a almorzar a la casa de ella al día siguiente?. La señorita
Baker estaría allí. Media hora después, Daisy misma llamó y pareció sentir alivio al saber que también yo
iría. Algo pasaba. Y sin embargo, no podía yo creer que hubieran escogido aquella ocasión para hacer una
escena..., y en especial para la desgarradora escena que Gatsby había esbozado en el jardín.
El día siguiente estaba que hervía, era casi el último del verano y, de hecho, el más caluroso. Cuando
mi tren emergió del túnel hacia la luz del sol, las sirenas calientes de la Compañía Nacional de Galletas
eran lo único que rompía el sereno silencio del medio día. Los asientos de paja del vagón vacilaban, al
borde de la combustión; la mujer sentada junto a mi sudó delicadamente un rato hasta empapar su vestido
camisero blanco y luego, cuando el periódico se humedeció bajo sus dedos, se dejó desesperar por el
intenso calor y emitió un grito desolado. Se le cayó la monedera al suelo.
-¡Ay, Dios -dijo asfixiada.
Yo me agaché, desganado, a recogérsela y se la devolví, sosteniéndola con el brazo estirado y
asiéndola por todo el extremo, para indicar que no tenía planes de quedarme con ella, pero aún así los que
me rodeaban, incluida la dama, me miraron con desconfianza.
-¡Qué clima éste! -dijo el conductor a los rostros familiares- ¡Qué calor... ! ¡Está caliente... !,
¡caliente...! ¡caliente... !, ¿no tienen mucho calor?, ¿no les parece ... ?
Me devolvió el tiquete de transferencia con una mancha oscura, producida por su mano. ¡Cómo le
podía importar a alguien en este calor cuáles labios rojos quisiera besar, o qué cabeza iba a humedecer el
bolsillo de la piyama que cubre el corazón!
... En el vestíbulo de la casa de los Buchanan soplaba un viento suave que nos trajo el sonido del
timbre del teléfono a Gatsby y a mí mientras esperábamos en la puerta.
-¡El cuerpo del señor! - rugió el mayordomo en la bocina--; lo siento, señora, pero no se lo podemos
facilitar... ¡está haciendo demasiado calor para tocarlo esta tarde!
Lo que en realidad dijo fue:
-Sí... sí... voy a ver.
Colgó el receptor y vino hacia nosotros, un poco brillante, para recibirnos los rígidos sombreros de
paja.
-¡La señora los espera en el salón! exclamó, indicando sin necesidad la dirección. En aquel calor,
cualquier gesto superfluo era una afrenta a las reservas comunes de vida.
La habitación, bien ensombrecida por las marquesinas, estaba oscura y fresca. Daisy y Jordan,
desmadejadas sobre un enorme sofá como ídolos de plata, se pisaban los vestidos blancos para protegerse
de la cantarina brisa de los ventiladores.
No somos capaces de movernos -dijeron al unísono.
Los dedos de Jordan, empolvados de blanco para disimular su piel bronceada, descansaron un rato
sobre los míos.
-Y el señor Thomas Buchanan, el atleta? -pregunté.
En el preciso instante escuché, apagada, su voz gruñona y ronca en el teléfono del vestíbulo.
Gatsby estaba de pie en el centro del tapete carmesí, mirando en derredor con ojos fascinados. Daisy lo
observaba, riendo con su risa dulce y excitante; una minúscula nubecilla de polvo salió al aire desde su
pecho.
Dicen las malas lenguas - susurró Jordan - que en el teléfono está la chica de Tom.
Guardábamos silencio. La voz del vestíbulo se elevó, mostrando disgusto:
-Muy bien, entonces; ya no le voy a vender el auto... No tengo ninguna obligación con usted... ¡y
molestarme con eso a la hora de almorzar, no se lo permito!
-Tiene el auricular abajo -exclamó Daisy con cinismo.
-No es así -le aseguré-. Es una transacción de verdad. Lo sé por casualidad.
Tom abrió la puerta de golpe, tapando el espacio por un instante con su gran tamaño, y entró al salón.
-¡Señor Gatsby! estiró su mano ancha y aplanada con un bien disimulado disgusto. Me place verlo,
señor... Nick...
-Prepáranos un trago frío -exclamó Daisy.
Cuando hubo salido de la habitación de nuevo, ella se levantó, caminó hacia Gatsby y atrayendo su
rostro le dio un beso en la boca.
-Tú sabes que te amo -murmuró.
-Te olvidas que hay una dama presente -dijo Jordan.
Daisy miró en derredor con dudas.
-Besa también tú a Nick.
-¡Qué chica más baja y vulgar!
-¡No me importa! -exclamó Daisy y comenzó a cargar la chimenea de ladrillo-. Recordó entonces el
calor y, culpable, se sentó en el sofá, justo en el momento en que una niñera con la ropa recién aplanchada
entraba a la habitación, llevando a una niñita de la mano.
-Mi-di-osa, pre-cio-sa -canturreó, extendiendo las manos-; ven a donde tu mamita que te ama tanto.
La niña, a quien la niñera había soltado ya, salió corriendo por la habitación y se hundió con timidez
en el vestido de la madre.
-¡Mi-dio-sa, pre-cio-sa! ¿ Te empolvo tu madre tu pobre pelito rubio? Párate y di: “¿Cómo están?”
Gatsby y yo nos agachamos por turnos para apretar su manita reacia. Después, él siguió mirando a la
niña con sorpresa. No creo que hasta aquel momento hubiera creído que en verdad existía.
-Me vestí antes del almuerzo -dijo la niña, volviéndose ansiosa hacia Daisy.
-Eso fue porque tu mamá quiere que te vean bien linda -su rostro se hundió en el único pliegue del
pequeño cuello blanco-. Eres un sueño. Un absoluto sueñito.
-Sí -admitió la niña con calma-. La tía Jordan también tiene un vestido blanco.
-¿Te gustan los amigos de mamá? -Daisy la hizo volverse para que pudiera dar la cara a Gatsby-. ¿Te
parecen bonitos?
-¿Dónde está papi?
-Ella no se parece a su papá explicó Daisy . Se parece a mí. Tiene mi cabello y el óvulo de mi cara.
Daisy se sentó de nuevo en el sofá. La niñera dio un paso adelante y la tomó de la mano.
- Ven, Pammy.
-¡Adiós, cariño!
Con tina mirada reticente hacia atrás, la obediente niña se pegó de la mano de la niñera, que la sacó del
cuarto, al tiempo que Tom regresaba precediendo cuatro trigos de ginebra que tintineaban llenos de hielo.
Gatsby tomo el suyo.
-¡Qué fríos se ven! -dijo con visible tensión.
Tomamos unos sorbos largos y voraces.
-Leí en algún lado que el sol se pone más caliente cada año dijo Tom de buen humor-. Parece ser que
muy pronto la tierra se va a caer en el sol o, tal vez, es todo lo contrario: el sol se está poniendo más frío
cada año.
-Ven, salgamos -le sugirió a Gatsby-; quiero que le eches una mirada al lugar.
Yo salí con ellos a la terraza. En el verde estuario, estancado por el calor, un botecito de vela se
arrastraba con lentitud hacia el mar más fresco. Los ojos de Gatsby lo siguieron por un momento; levantó
la mano y señaló hacia el otro lado de la bahía.
-Vivo exactamente al frente de ustedes.
-Eso veo.
Nuestros ojos se elevaron por sobre el rosal y el prado caliente y las basuras llenas de malezas de los
días de sol canicular de la playa. Lentas, las blancas alas del bote se movían contra el frío limite azul del
firmamento. Más allá se extendía el ondulado océano con su miríada de plácidas islas.
-Ese es un buen deporte-dijo Tom, asintiendo con la cabeza-. Me gustaría estar con él allá una hora.
Almorzamos en el comedor, oscurecido también para contrarrestar el calor, pasando la alegría tensa
con cerveza fría.
-¿Qué va a ser de nosotros esta tarde? -exclamó Daisy-, ¿y el día siguiente, y los próximos treinta
años?
-No seas morbosa-dijo Jordan-. La vida comienza de nuevo cuando llega la frescura del otoño.
-Pero es que está haciendo tanto calor -dijo Daisy, a punto de llorar-. Y todo está tan confuso.
¡Vámonos para la ciudad!
Su voz luchó contra el calor, golpeándolo, esculpiendo formas a partir de su sinsentido.
-He oído decir que la gente convierte un establo en garage le decía Tom a Gatsby, pero soy el primero
en hacer de un garage un establo.
-¿Quién quiere ir a la ciudad? preguntó Daisy con insistencia. Los ojos de Gatsby flotaron hacia los
suyos.
-¡Ah! exclamó-, te ves tan fresco.
Sus ojos se encontraron y se miraron el uno al otro, solos en el espacio. Con gran esfuerzo bajó Daisy
la mirada hacia la mesa.
-Te ves siempre tan fresco repitió.
Ella le había dicho que lo amaba, y Tom Buchanan se había dado cuenta. Se quedó atónito. Entreabrió
los labios y miro a Gatsby, y luego a Daisy, como si acabara de darse cuenta de que ella era una persona a
quien conocía desde hacía mucho tiempo.
Te pareces a la propaganda esa del hombre -prosiguió Daisy inocente-. Tu conoces esa propaganda
del hombre...
Está bien interrumpió Tom enseguida-. Estoy listo para ir a la ciudad. Vengan... nos vamos todos a la
ciudad.
Se levantó, sus ojos pasando todavía veloces de Gatsby a su esposa. Nadie se movió.
-¡Vamos, pues! estaba un poco irritado-. ¿Qué, es lo que pasa? Si vamos a ir a la ciudad, entonces
salgamos ya -su mano, temblando de esfuerzo por controlarse, llevó a sus labios lo que quedaba del vaso
de cerveza.
La voz de Daisy hizo que nos levantáramos y saliéramos al ardiente camino empedrado.
-¿Nos vamos a ir así sin más? -objetó-. ¿No vamos a permitirle a nadie fumarse un cigarrillo primero?
-Ya fumamos durante todo el almuerzo.
-Ah, divirtámonos -le suplicó ella-. Está haciendo demasiado calor para discutir por bagatelas.
No contestó.
-Como quieras -dijo ella-. Vamos, Jordan.
Subieron a arreglarse mientras los tres hombres permanecimos dándoles patadas a los guijarros. Un
plateado cachito de luna pendía ya sobre el cielo en el oeste. Gatsby empezó a hablar y cambió de idea,
pero no antes de que Tom se volviera y lo encarara expectante.
-¿Tiene aquí sus establos? -dijo Gatsby haciendo un esfuerzo.
-Como a un cuarto de milla de aquí, por el camino.
-Ah.
Una pausa.
-No veo para qué tenemos que ir a la ciudad -estalló Tom con furia-. A las mujeres se les meten unas
ideas en la cabeza...
-¿Llevamos algo para tomar? -gritó Daisy desde una ventana del piso de arriba.
-Voy por whiskey –contestó Tom, entrando.
Gatsby se volvió hacia mí, muy tenso.
-No soy capaz de decir nada en esta casa, viejo amigo.
-La voz de Daisy es indiscreta -anoté-. Está llena de... –vacilé.
-Su voz está llena de dinero -dijo él, de súbito.
Había dado en el clavo. Yo nunca lo habla entendido antes. Estaba llena de dinero... era éste el
inagotable encanto que subía y bajaba en ella, su tintineo, el canto de platillos que tenía... Alta en un
blanco palacio, la hija del rey, la dorada joven...
Tom salió de la casa envolviendo la botella en una toalla, seguido por Daisy y Jordan, que lucían unas
apretadas gorras de tela metálica y llevaban los abrigos ligeros en el brazo.
-¿Vamos todos en mi auto? -insinuó Gatsby. Tocó el caliente cuero verde del asiento-. Debí haberlo
dejado a la sombra.
-¿Es de cambios corrientes? preguntó Tom.
-Sí.
- Bueno. Toma entonces mi cupé y déjame manejar tu auto hasta la ciudad.
A Gatsby no le gustó la idea.
-Creo que no tiene mucha gasolina-objetó.
Hay de sobra -dijo Tom con furia contenido. Miró el marcador-. Y si se acaba, puedo parar en una
droguería. Hoy en día se puede comprar de todo en las droguerías.
Una pausa siguió a su comentario, insustancial en apariencia. Daisy miró a Tom con el ceño fruncido;
una expresión indefinible, que me resultaba al mismo tiempo definitivamente desconocida y vagamente
reconocible -como si sólo la hubiera oído descrita con palabras-, surcó el rostro de Gatsby.
-Ven, Daisy -dijo Tom, empujándola con la mano hacia el auto de Gatsby-.Yo te llevaré en este
caromato.
Abrió la puerta, pero ella se salió del circulo de sus brazos.
-Lleva tú a Nick y a Jordan. Nosotros te seguiremos en el cupé.
Ella se acerco a Gatsby y le tocó el saco con la mano. Jordan, Tom y yo nos acomodamos en el asiento
delantero del auto de Gatsby; Tom empujó los cambios desconocidos para ensayarlos y salimos disparados
hacia el opresivo calor, dejándolos atrás, fuera de nuestra vista.
-¿Notaron eso? -preguntó Tom.
-¿Qué?
Me dio una mirada penetrante, dándose cuenta de que Jordan y yo debíamos haber estado enterados
todo el tiempo.
-¿Ustedes me creen tonto, no? -insinuó-. Quizás lo sea, pero tengo... una especie de sexto sentido,
algunas veces, que me dice qué hacer. Tal vez no lo crean, pero la ciencia...
Hizo una pausa. La contingencia inmediata lo apabulló, salvándolo del borde del precipicio de lo
teórico.
-Hice una pequeña averiguación sobre ese tipo -continuó-. Hubiera ido más a fondo, de haber sabido
que...
-¿Quieres decir que fuiste adonde un médium? -preguntó Jordan charlando.
-¿Qué? -confundido nos veía reir-. ¿Un médium?
-En relación con Gatsby.
-¡Con Gatsby!, no; dije que había estado llevando a cabo una pequeña averiguación sobre su pasado.
Y encontraste que era egresado de Oxford-dijo Jordan por ayudarle.
-¿De Oxford? -incrédulo-. ¡Ni por el diablo! Usa vestidos rosados.
-Pero a pesar de todo si es egresado de Oxford.
-Oxford, Nuevo México-estalló Tom con desdén-, o algo por el estilo.
Escucha, Tom. Si eres tan pretencioso ¿por qué lo invitaste a almorzar? -preguntó Jordan irritada.
-Fue Daisy; ella lo conocía antes de que nos casáramos.. ¡sabrá Dios de donde!
Todos estamos irritados pues se nos había pasado el efecto de la cerveza, y conscientes de ello,
viajamos en silencio un rato. Luego, cuando los ojos desteñidos del doctor T. J. Eekleburg empezaron a
divisarse a lo lejos, recordé la advertencia de Gatsby sobre la gasolina.
- Tenemos suficiente para llegar a la ciudad dijo Tom.
-Pero hay una gasolinera aquí mismo -objetó Jordan-. No quiero quedarme varada en este horno.
Tom accionó ambos frenos al tiempo con impaciencia, y nos deslizamos hasta llegara un alto,
polvoriento y abrupto, bajo el aviso de Wilson. Al cabo de un rato el propietario salió del interior de su
establecimiento y dirigió una mirada vacía al auto.
-¡Gasolina! -exclamó Tom con grosería-. ¿Para qué cree que paramos, para admirar el paisaje?
-Estoy enfermo -dijo Wilson sin moverse . Llevo así todo el día.
-¿Qué pasa?
-Estoy anonadado.
-¿Y por eso voy, a tener que echarle la gasolina yo? -preguntó Tom-. Parecías bien por el teléfono.
Con un esfuerzo dejó Wilson la sombra y el quicio de la puerta y respirando con dificultad, destapó la
tapa del tanque. A la luz del sol su rostro se veía verde.
-No fue mi intención interrumpir su almuerzo -dijo-, pero necesito el dinero con mucha urgencia y
quería saber qué iba a hacer usted con su auto viejo.
-¿Cómo te parece éste? -preguntó Tom-. Lo compré la semana pasada.
-Es un amarillo muy bonito -dijo Wilson moviendo con trabajo la manivela.
-¿Te gustaría comprarlo?
-¡Vaya oportunidad! -esbozó una sonrisa-. No; pero podría ganarle algo al otro.
-¿Para qué, quieres dinero tan de repente?
-Llevo aquí demasiado tiempo. Quiero irme. Mi esposa y yo deseamos marcharnos al oeste.
-¿Tu esposa lo desea? -exclamó Tom, sorprendido.
-Ha hablado de ello durante diez años -descansó un instante apoyándose en la bomba y tapándose los
ojos del sol-. Y ahora se va, lo quiera o no. Yo me la voy a llevar.
El cupé paso veloz por nuestro lado, dejando una nube de polvo y la visión fugaz de una mano que
decía adiós.
-¿Qué te debo? -dijo Tom con voz tajante.
-Hace dos días me enteré de algo raro -anotó Wilson-. Por eso es que me quiero largar. Por eso lo he
estado molestando con lo de su auto.
-¿Qué te debo?
-Un dólar con veinte.
El sol implacable empezaba a aturdirme y pasé un mal momento antes de darme cuenta de que hasta
ahora su recelo no habla recaído sobre Tom. Wilson había descubierto que Myrtle llevaba algún tipo de
vida, alejada de la suya, en otro mundo, y la impresión lo habla dejado físicamente enfermo. Los miré,
primero a él y luego a Tom, que había hecho un descubrimiento paralelo hacía menos de una hora, y se me
ocurrió que no había diferencia entre los hombres, en inteligencia o raza, tan profunda como la diferencia
entre el enfermo y el sano. Wilson estaba tan enfermo que parecía culpable, imperdonablemente culpable
... como si hubiera acabado de dejar a una pobre chica esperando hijo.
-Te daré el auto - dijo Tom-. Te lo mando mañana por la tarde.
Este lugar tenía siempre un no sé qué de inquietante, aun a plena luz del día; en ese momento volví la
cabeza como si me hubiesen prevenido con respecto a algo detrás de mi. Sobre los morros de ceniza los
ojos gigantes del doctor 'I'.J. Eckelburg mantenían su vigilia, pero después de un instante vi que otros ojos
nos miraban con especial intensidad a menos de veinte pies de distancia.
Una de las ventanas que quedaban encima del taller tenía corridas las cortinas hacia un lado y Myrtle
Wilson miraba hacia abajo, al auto. Tan embebida estaba que no tenía ninguna conciencia de estar siendo
observada, y una emoción tras otra fueron trepando a su rostro, como objetos en una película en cámara
lenta. Su expresión guardaba para mí una curiosa familiaridad; era una expresión que había visto con
frecuencia en rostros femeninos, pero que en el de Myrtle Wilson parecía sin propósito ni explicación; y
entonces caí en cuenta de que sus ojos, abiertos por el terror de los celos, estaban fijos no en Tom sino en
Jordan Baker, a quien había tomado por esposa suya.
No hay conclusión igual a la conclusión de una mente simple, y cuando nos alejamos, Tom estaba
sintiendo los ardientes latigazos del pánico. Su esposa y su amante, que una hora antes parecían tan
seguras e inviolables, se escurrían a pasos agigantados de su control. El instinto lo hizo pisar el acelerador
con el doble propósito de pasársela a Daisy y dejar atrás a Wilson, y aceleró hacia el Astoria a cincuenta
millas por hora, hasta que entre la telaraña de vigas del paso elevado alcanzamos a ver el cupé azul
rodando suavemente.
-Las grandes salas de cine de los alrededores de la calle cincuenta son frescas -sugirió Jordan-. Yo
adoro a Nueva York en las tardes de verano cuando no hay nadie en ella. Tiene algo de sensual, de
archimaduro, como si de un momento a otro toda clase de frutas raras te fueran a caer en las manos.
La palabra “sensual” tuvo el efecto de inquietar a Tom, pero antes de que pudiera inventarse una
replica, cupé se detuvo y Daisy nos hizo señales para que nos atuviéramos a su lado.
-¿Adónde vamos? -exclamó.
-¿Qué tal el cine?
-Está haciendo mucho calor-se quejó-. Vayan ustedes. Nosotros daremos una vuelta y nos
encontramos después con el esfuerzo se aguzó su ingenio-. Nos encontraremos en alguna esquina. Yo seré
la persona que está fumándose dos cigarrillos.
-No podemos discutir esto aquí -dijo Tom con impaciencia al oír que detrás de nosotros un camión nos
insultaba con la bocina-. Síganme para el lado sur del Parque Central, al frente del Plaza.
Varias veces volvió la cabeza para mirar si el auto venía detrás; si el tráfico lo retenía, él disminuía la
velocidad hasta volverlo a ver. Creo que temía que se escaparan por alguna calle secundaria, saliendo de su
vida para siempre.
Pero no lo hicieron, y todos dimos el paso, menos explicable, de alquilar la sala de una suite en el hotel
Plaza.
Aunque la prolongada y bulliciosa discusión que terminó llevándonos a todos como un rebaño a aquel
cuarto se me escapa, tengo un claro recuerdo físico de que en el curso de ella mis calzoncillos se
enroscaban como una serpiente alrededor de las piernas y que por mi espalda bajaban, intermitentes, frías
gotas de sudor. La idea se originó a partir de la sugerencia de Daisy, de que alquiláramos cinco baños y
nos bañáramos con agua fría, y luego asumió una forma más tangible como “un sitio para tornarnos un
julepe de menta.” Cada uno de nosotros dijo una y otra vez que era una “idea loca”; le hablamos al mismo
tiempo al perplejo empleado y pensamos, o aparentamos pensar, que estábamos siendo muy graciosos...
El cuarto era espacioso y sofocante, y, aunque ya eran las cuatro de la tarde, lo único que conseguirnos
al abrir las ventanas fue que entrara el tenue olor de los arbustos del Parque. Daisy se encamino hacia el
espejo y se quedó allí de pie, dándonos la espalda mientras se arreglaba el cabello.
- Es una super suite-susurró Jordan muy impresionada, y todos reímos.
-Abran otra ventana -ordenó Daisy, sin volverse.
-No hay más.
-Llamemos entonces para que nos manden un hacha.
-Lo que hay que hacer es olvidarse del calor- dijo Tom con impaciencia-. Con rezongar tanto lo que
logras es empeorarlo.
Sacó la botella de whiskey de la toalla y la puso sobre la mesa.
-¿Por qué no la dejas en paz, viejo amigo? -anotó Gatsby- Tú fuiste quien quiso venir a la ciudad.
Hubo un momento de silencio. El directorio telefónico se salió del clavo y cayó desparramado al piso,
con lo que Jordan murmuró: “Excúsenme”; pero esta vez nadie rió.
-Yo lo recojo -me ofrecí.
-Ya lo tengo -Gatsby examinó la cuerda partida, y murmuró: “¡hum!”, con interés; entonces arrojó el
libro sobre un sillón.
-¿Esta es una gran expresión tuya, no? dijo Tom cortante.
-¿Cuál?
-Todo ese asunto de “viejo amigo”. ¿Dónde te la levantaste?
-Mira, Tom, por favor -dijo Daisy, volviéndose del espejo-; si vas a ponerte a hacer comentarios
personales, no me quedo ni un minuto más. Llama y ordena que traigan hielo para el julepe.
Cuando Tom tomó el auricular, el calor comprimido explotó en sonidos y en ese momento
comenzamos a escuchar los portentosos acordes de la Marcha nupcial de Mendelssohn desde el salón de
bailes de la planta baja.
-¡Imagínense casarse uno con alguien en medio de semejante calor! -exclamó Jordan con desaliento.
-Ya ven, y yo me casé a mediados de junio -recordó Daisy-. ¡Louisville en junio! Alguien se desmayó.
¿Quién fue el que se desmayó, Tom?
-Biloxi -se limitó a contestar su marido.
-Un hombre llamado Biloxi. “Bloques” Biloxi, y fabricaba cajas-es cierto-; y era de Biloxi,
Mississippi.
-Lo entraron cargaclo a mi casa - añadió Jordan porque nosotros vivíamos a dos casas de la iglesia. Y
allí se quedó tres semanas, hasta que papi le dijo que se largara. Un día después, papi murió.
Un instante después agregó, como si pudiera haber sonado ireverente:
-No había ninguna relación.
-Yo conocí a un Bill Biloxi, de Memphis anoté.
-Era primo suyo. Me supe toda la historia de su familia antes que sé marchara. Me dio un palo de golf
de aluminio, que todavía uso.
La música había cedido al comenzar la ceremonia y ahora entraba flotando por la ventana un largo
brindis, seguido de intermitentes gritos de: “¡Sí, sí, bravo!” y luego un estallido de jazz cuando comenzó el
baile.

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⏰ Última actualización: Jan 13, 2017 ⏰

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