Ella

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El desorden estaba presente en cada rincón de la habitación. Blanco, verde, violeta y gris sobre una moqueta negra. Aquella moqueta que estaba frente mi cama, testigo de besos, roces, suspiros y gemidos. Y ahora, guardiana de las prendas que minutos antes cubrían nuestros cuerpos, aquellas que intentaban frenar lo inevitable. Y ahí estaba yo. Sentada sobre un colchón repleto de sabanas húmedas y calientes, mirando fijamente la moqueta, reflexionando sobre lo que acababa de pasar.

Él se movía buscando contacto con mi cuerpo. Su mano tropezó con mi cintura y en un intento por devolverme a su lado, resbaló. Estaba demasiado sudada y respiraba sin control alguno. Me había gustado... Demasiado. Me había gustado tener su mirada fija en mí mientras me desnudaba. Como desabrochaba los botones de mi blusa con una tranquilidad insufrible. La agilidad con la que me quitó el sujetador. La rapidez al bajarme el tanga. Me había gustado el roce de sus labios por mi cara, como bajaban por mi cuello y se detenían en mis pechos. El delicioso placer de sentir su lengua jugar a su antojo con mis pezones. La exquisita delicadeza que había tenido al penetrar en mi cuerpo y las maravillosas sensaciones que había sentido gracias a ello.

Volví a notar movimiento a mi lado. Él estaba intentado captar mi atención rozándome la cintura, haciendo círculos con sus dedos en ella. Al ver que no obtenía respuesta a sus caricias se fue incorporando paulatinamente hasta quedar sentado a mi lado. Notaba su mirada escrutarme detenidamente. Yo había dejado de mirar la moqueta para mirar las pequeñas gotas que quedaban en el ventanal a causa de la lluvia nocturna. Absorta en la imagen de una Torre Eiffel difuminada entre tantas gotas, no me di cuenta de que él había posicionado su mano en mi barbilla pera poder reclamar un poco de atención.

Volteé la cabeza para mirarle. Él estaba completamente girado hacia mí, cruzado de piernas. Tenía unas facciones preciosas y cualquiera que dijera lo contrario... Mentía. Sus rasgados ojos verdes no dejaban pasar desapercibido ningún movimiento que efectuara mi rostro. Sus largas pestañas parecían bailar con cada parpadeo, enredándose entre ellas, acariciándose con suma delicadeza. Una delicadeza que nosotros no habíamos tenido en nuestro furtivo y desesperado encuentro. Sus finas cejas no paraban de arquearse en un intento de entender aquello que pasaba por mi mente. Su varonil nariz se movía levemente con cada movimiento que su boca producía. La abría y cerraba denotando así la permanente duda entre hablar o callarse las palabras. Aún se podía apreciar la rojez en sus hinchados labios por algún que otro mordisco hecho minutos atrás.

Su cabello seguía revuelto. Era extremadamente sensual ver como algunos rizos caían por su frente de forma desigual. Aquellos rizos que anteriormente estaba agarrando con tanto ímpetu. Absorta en mis pensamientos, mi mano acorto la distancia que me separaba de ellos. Ansiaba tocarlos, removerlos y que llegara a mí, de nuevo, ese olor peculiar tan propio de él. Aquel olor que desde nuestro primer encuentro me cautivó.

Salí del estudio enfadada conmigo misma por no poder crear ningún cuadro decente. Una pequeña compañía de jóvenes talentos me había propuesto colaborar con ellos en la inauguración de su propia galería. Cuando contactaron conmigo para hacerme llegar su propuesto ni siquiera me paré a pensar y acepté. Pero ahora el tiempo se me echaba encima. La inauguración era dentro de tres semanas y no tenía nada preparado. Estaba bloqueada. Nada me parecía lo suficientemente bueno como para publicarlo. Debía presentar 5 cuadros merecedores de llevar mi nombre, una estudiante recién salida de la Académie des beaux-arts con la mejor calificación. Era demasiada la presión.


Me dirigí hacia un bar musical que había por la zona, pensando que quizás, al cambiar de ambiente podría sacar algo de mí. Me senté en la barra y pedí una copa de vino Docetto. Un compañero en la Academia me había hablado mucho de él, diciéndome que era exquisito. Realmente lo era. Desde que lo probé, no había sido capaz de beber ningún otro. Le di un sorbo a la copa y me dispuse a dibujar en mi cuaderno. No se me ocurría nada así que acabé dibujando al camarero coqueteando con una clienta.

Como una lluvia pasajeraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora