Epílogo

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20 de diciembre,1963

Egmont alzó la cabeza con rapidez. El gélido viento de la noche le azotó el rostro dejando algunos de sus cabellos negros sobre sus ojos. Había olido a un humano; una chica concretamente, cerca de su posición. Él estaba recostado en una rama de un gran árbol centenario. No sabia su nombre, total, ¿para qué lo necesitaba? Tenía toda la vida por delante y los nombres de los árboles eran una información totalmente prescindible.

Con su agudo oído escuchó los ligeros pasos de la chica acercándose. También escuchó su respiración acelerada por la fría noche de invierno. A Egmont le encantaba el invierno; era su estación favorita del año.

Suspiró imperceptiblemente y saltó hacia el suelo. Aterrizando sobre la nieve con una ligereza idea rica a la de un felino. Todavía con sus sentidos concentrados en la joven humana que continuaba caminando totalmente ajena al peligro, se fundió en la oscuridad de la noche.

Tenía mucha hambre, demasiada, se dijo. No había ingerido sangre desde el día anterior y los afilados colmillos comenzaron a alargársele. La joven muchacha no iba a tener mucha suerte esa noche.

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