Prólogo

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«Las niñas no hacen berrinches, las niñas son calladas y tranquilas, las niñas tienen que saber sentarse, comer y actuar.»

Palabras que vengo escuchando desde que tengo uso de razón. Por mes lograba pasar por dos o hasta por cinco familias diferentes, gracias a eso, al cumplir los diez años, ya sabía ubicarme en diferentes lugares de esta enorme ciudad tomando como referencia aquellas casas donde estuve por breve tiempo. Es gracioso decirlo, pero incluso desde que era una bebé resultaba ser alguien demasiado problemática, escuché al resto de mis amigos decir que mis llantos eran tan fuertes y estridentes que simplemente me terminaban regresando, como si me tratara de un par de zapatos, esos que pensaste que te quedarían, pero te terminaron no entrando. Si he de decir algo más con respecto a aquellas familias que conocí, las cuáles los nombres de sus integrantes en su mayoría ya olvidé, se podría decir que los más valientes me aguantaban dos semanas, el resto me regresaba al orfanato a los tres días de haberme llevado. ¿La razón? simple, yo no acataba ninguna regla u orden que se me imponía, hacía lo que quería cuando quería: desde raparle la cabeza a mi nuevo padre, darme un baño de lodo junto a la mascota para sentarme en los muebles perfectamente limpios, o hasta romper los nuevos platos de porcelana de mi nueva madre. Gracias a esto me catalogaban como «la niña problema» o «pequeño demonio», incluso algunos empleaban unas palabras de otro calibre no aptas para menores de edad.

No me gustaba irme del orfanato, amaba este lugar, quería estar junto a mis amigos y Mildred, la mujer que me cuidó desde que era un bebé. Yo era la huérfana problemática que no quería a nadie, salvo sus más allegados, y a su vez que no se dejaba querer por nadie que yo no considerara digno, pero pese a que todos dijeran que era incapaz de amar verdaderamente a alguien, estaban equivocados, ya que yo tenía un sueño, y vaya que para mí representaba algo perfecto. En mis sueños, nosotros estábamos juntos para siempre, crecíamos y nos cuidábamos mutuamente hasta que fuéramos lo suficientemente ancianos como para no poder movernos... aquella fantasía representaba para mi algo santo y sagrado, pero, desgraciadamente, la cruel realidad era otra: mientras yo batallaba para volver junto a ellos, con el paso de los años, mis amigos, aquellos niños con los que crecí, iban abandonando el orfanato conforme eran adoptados, y pese a que jurábamos que regresaríamos, ellos nunca volvían. Perdí la cuenta de cuantas horas y semanas esperé sentada mirando por la ventana para ver ese mismo auto que se los llevó en la entrada, volver, pero eso nunca pasó.

Dieciocho años, muchos amigos que nunca volvieron y muchas promesas que nunca se cumplieron, soy consciente que mí tiempo en este lugar se agota cada vez más... Pero la idea de verme forzada a formar parte de un hogar que no sea este, simplemente no es para mí.

 Pero la idea de verme forzada a formar parte de un hogar que no sea este, simplemente no es para mí

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Bajo la luz de la luna.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora