Siempre pensé que la felicidad se encontraba en la suma de aquellos pequeños momentos donde la alegría parecía nunca acabar, como por ejemplo cuando de niño me escondía en mi habitación a jugar con las muñecas de mi hermana, tenía tantas y todas eran tan hermosas, pasaba allí horas enteras jugando a cambiarles la ropa y ayudándolas a elegir el maquillaje perfecto. O cuando mi mamá se iba a trabajar dejándome a solas en la casa y yo abría su armario y me vestía con sus atuendos, utilizaba su maquillaje y me imaginaba siendo una mujer hermosa que llamaba la atención de todos los que me rodeaban. O quizá la primera vez que me enamoré, que sentí esa sensación en el pecho y ese insomnio producto de las historias que me inventaba junto a esa persona. Para mi esos pequeños momentos, tan escasos en mi vida, representaban un 10 en la escala de la felicidad.
Aún recuerdo el día en el que descubrí que era diferente a los demás. Tenía unos trece años y estaba en la clase de educación física y mientras mis compañeros se fijaban en las niñas y hablaban entre ellos de cuál era la más guapa, yo me encontraba observándolos. Mientras los escuchaba hablar me di cuenta de que no compartía sus mismos pensamientos, o en realidad si lo hacía, pero en lugar de fijarme en las niñas yo me fijaba en los niños. La palabra homosexual o gay no formaban parte de mi vocabulario, yo solo me consideraba un niño que sentía mayor simpatía por los de su mismo sexo. Pero a pesar de no comprender muy bien esos términos yo sentía que algo fallaba en mí, no podía mirar a las niñas de la misma forma en la que lo hacían mis amigos, no soñaba mi primer beso con una de ellas, en realidad siempre me imaginaba que mis labios rozarían por primera vez los de mi mejor amigo. Cada vez que esa imagen asaltaba mi mente intentaba borrarla, pero al mismo tiempo deseaba que se hiciera realidad.
Y finalmente había llegado el día de cumplir mi sueño, en una fiesta mixta donde nos encontrábamos todos sentados en ronda jugando a la botellita, cuando tocó mi turno la hice girar y el pico de la botella apuntó directamente a mi mejor amigo, recuerdo que todos comenzaron a reírse por la elección de la botella, pero yo no los escuchaba. Me vi a mismo acercándome a Alejandro y sin vacilar posando mis labios en los suyos. Hasta el día de hoy recuerdo su reacción, Alejandro me empujo lejos con la mayor fuerza con la que disponía y yo caí de bruces en el suelo, sin comprender muy bien su reacción, mi mejor amigo casi escupiendo me gritó "¿Qué es lo que estás haciendo, marica?". Al escuchar aquella palabra me di cuenta de que en realidad lo era, un marica que acababa de besar a su mejor amigo frente a todos. Desde ese día todos mis compañeros me hicieron un gran vacío, nadie me hablaba o miraba y las pocas veces que lo hacían era para insultarme de todas las maneras posibles o simplemente para mostrarme su desprecio.
Cada día revivía lo que había hecho en aquella fiesta y siempre me arrepentí de haberme dejado llevar por mis emociones, quizá con la estúpida esperanza de que todos comprendieran lo que era yo en realidad. Pero tonto de mi, nadie nunca comprendió ni aceptó lo que yo soy, todos siempre pensaron que algo malo había en mí, que estaba enfermo o incluso loco.
Hasta mis padres se negaron a acepar que a su amado y perfecto hijo le atraían los hombres. Aún recuerdo cuando les confesé a mis padres y mi hermana mis verdaderas preferencias sexuales. Realmente nunca había planeado decírselos, pero las circunstancias me obligaron. Habían pasado ya tres años de aquella fatídica fiesta y yo seguía ocultando en casa el desprecio con el que era tratado en el colegio. Hasta que un día esa falsa indiferencia de mis compañeros, esos malditos insultos que hasta el día de hoy me persiguen, cambiaron y se convirtieron en algo físico. Había salido del colegio y me dirigía hacia mi casa y sin darme cuenta me tropecé con Alejandro, éste tomo como una ofensa el que yo lo tocara y comenzó a insultarme, sus amigos comenzaron a hacer lo mismo y al ver mi falta de reacción ante aquellos insultos verbales comenzaron a golpearme. Primero fue una bofetada por parte del que alguna vez fue mi mejor amigo y después de eso siguieron piñas, se turnaban entre ellos para utilizar mi cara como bolsa de boxeo, cuando no pude resistir los golpes caí al suelo y allí comenzaron a patearme hasta que se cansaron y se fueron. Como pude me levante y con paso lento me dirigí hacia mi casa.
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Adiós para siempre (Cartas de suicidio)
Random12 historias de suicidio sin ninguna relación entre sus personajes, salvo por una pequeña cosa, cada uno de ellos decidieron quitarse la vida.