TRES

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 Le molestaba que todos siguieran tratándola como a una enferma. Ya no lo era. ¿O sí? A veces tenía la sensación de que los fantasmas del pasado la perseguirían el resto de sus días. Sería una anciana y todavía le preguntarían si se encontraba bien. —¿Cómo estás, cariño? Sus pensamientos se materializaron allí mismo, en forma de madre. Si no fuera por lo mucho que la había visto llorar y por lo delgada que estaba, víctima de los nervios, le habría pegado un soberano corte. No lo hizo, pero aun así, no se mordió la lengua. —Yo diría que estoy un poquito mejor que hace un rato, antes de irme, y también mejor que ayer, sólo un poquito, pero mucho mejor, muchísimo mejor estaré mañana, y no digamos pasado mañana, aunque dentro de un año seguro que estaré mejor que hoy, teniendo en cuenta que estaba fatal hace... —¡Ay, hija! —suspiró la mujer—. Al final, no voy a poder preguntarte. —Mamá, si es que lo haces cada cinco minutos. —No es verdad. —Pues cada vez que salgo o entro. —Has sido tú la que se ha empeñado en ir a comprar y regresar cargada —le reprochó su madre. —Es que, si no hago ejercicio, voy a terminar como la prima Lali. —¡Pero si estás en los huesos!—¿Yo? Las ganas, mamá, no digas tonterías. —Sí, ya, yo digo tonterías. Eso mismo. Yo siempre digo tonterías. Se hizo la digna. Empezó a sacar el contenido de las bolsas y a depositar los distintos paquetes sobre el mármol de la cocina mientras fingía ignorar a su hija. Montse estuvo a punto de irse a su habitación para ponerse el traje de baño. La detuvo el hecho de que, de nuevo, sintiera aquella infinita piedad por su madre. —Mamá —le dijo condescendiente—, he de hacer ejercicio. No puedo quedarme quieta, muerta de miedo. —Si ya lo sé —exclamó la mujer mostrándole sus ojos cargados de estrellas luminosas, al borde del llanto—. Pero yo todavía tengo esa sensación que... —Acabarás enferma tú —le advirtió su hija. La posible respuesta no llegó a producirse. Por la puerta de la cocina apareció Julio, el hermano mayor de Montse, recién levantado pese a la hora que era. Iba en calzoncillos. En otras circunstancias habría ido a la nevera para coger algo sin molestarse en abrir la boca. Pero eso era antes. Mucho antes. —Hola, ¿cómo estás hoy? —se interesó mirándola. —Será mejor que no le preguntes —le advirtió su madre—. A «Doña Susceptible» le molesta. Montse tuvo ganas de gritar, pero eso, sin duda, habría sido demasiado. Un cuarto personaje hizo acto de presencia antes de que respondiera: su hermano pequeño, Dani. Entró en la cocina a la carga, como era su costumbre. —¡Ya he terminado los deberes! —anunció—. ¿Puedo ir a la pisci...? Entonces vio a su hermana y se detuvo en seco, preocupado. Tanto que preguntó:

—¿Pasa algo? Por lo general su hermano menor antes la atormentaba y le hacía la vida imposible sin el menor remordimiento de conciencia. Era natural, teniendo en cuenta que ella estaba en medio de sus dos hermanos. Y Dani, al fin y al cabo, era el pequeño, el «descolgado». Ahora le habían leído la cartilla. Caminaba con pies de plomo, no hacía ruido y a veces la miraba como si fuera a caerse muerta en un abrir y cerrar de ojos. ¿Cómo podía llevar una vida normal así? Montse salió de la habitación sin decir nada, aceptando los hechos, pero rebelándose silenciosamente contra ellos

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