CUATRO

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 Se sentía tan rara. Tan diferente. Un año antes, el verano había sido como todos. Es decir: un asco por tener que quedarse en Vallirana, sin ir a ninguna parte de vacaciones, pero maravilloso por poder estar junto a Arturo. De hecho, todo había empezado entonces, pocas semanas antes de... Un año. Sólo eso. Y en ese tiempo... Los pensamientos llegaban a embotarla, pero aún más lo hacían las emociones que asaltaban los muros de su espíritu continuamente, a traición, desarmándola, produciéndole aquel vértigo, aquella sensación de irrealidad. A veces no sabía qué era mejor, ni sabía qué cara poner, qué decir, cómo enfrentarse a su nueva vida con la apariencia de normalidad. Para ella misma era alucinante, así que imaginaba lo difícil que debía de ser para los suyos, su familia, sus amistades, el mundo entero. Pero estaba viva. Eso era lo único que contaba. Viva. Aunque no dejaban de recordarle que casi se trataba de un milagro. Todos, con su actitud. Por eso, cuanto la rodeaba, su visión de las cosas, sus dimensiones, todo había cambiado. Exterior e interiormente. Los demás no se daban cuenta, porque no podían meterse en su cerebro, ni bajo su piel, ni mucho menos en su corazón, para mecerse con cada latido de esa nueva vida. Quizás todos deberían ir a un psiquiatra. Todos. Ella, su familia, el pueblo entero. El silencio de su habitación la confortó. Sólo entre las cuatro paredes de ese espacio propio se sentía bien, a salvo de todo mal. Era lo único que tenía, ese reducto le pertenecía. Más allá de la puerta quedaba el resto del universo: su madre, en la cocina, dándole vueltas a la cabeza; su padre, trabajando y apartado durante unas horas de todo aquello, pero igualmente pendiente del teléfono y de su miedo, superado, no derrotado; su hermano mayor, a punto de ir a la universidad y lleno de planes, recuperándose del impacto de aquellos meses pasados en los que, casi de milagro, no perdió el curso; Dani, convertido en el rey de la pequeña piscina, con lo cual acercarse a ella era una temeridad, que se pasaba, sin embargo, el día mirándola como si fuese un fantasma; Carolina, siempre dispuesta a animarla, convertida en su fuerza moral, aunque a veces su energía la llevaba a rozar los extremos. Montse, de espaldas al espejo de la pared, empezó a desnudarse para ponerse el bañador. Un bañador no muy seductor, el único que había encontrado cerrado por el cuello. Una rareza. Se quitó la camiseta, los pantalones y la ropa interior. Cuando se quedó desnuda, se dio cuenta de que el bañador estaba junto al espejo, así que, al girarse y alargar la mano, se vio reflejada por un momento, de refilón. Cerró los ojos, cogió la prenda y volvió a darle la espalda al espejo. Entonces se percató de lo absurdo que había sido su gesto. Si ella era la primera en no enfrentarse a la realidad, ¿cómo podía pretender que su familia lo entendiera? Vaciló, pero fue apenas un instante. Luego giró sobre sus talones por segunda vez y se enfrentó a su imagen en el espejo. La cicatriz, que nacía de su garganta, bajaba en una espantosa vertical atravesándole el cuerpo casi hasta el ombligo. Era como una cremallera que no se abría. Una cremallera rosada y salpicada constantemente por breves trazos horizontales. Pasaba entre sus pechos jóvenes y hermosos como un río seco. Y aun siendo espantosa, eterna, sabía que representaba la puerta de su esperanza, la clave de su nueva vida. La cicatriz no era más que la huella visible, el vestigio de lo sucedido. Se llevó la mano derecha hasta ella.

La tocó. ¿Era la primera vez que lo hacía? No, pero sí de aquella forma. Y lo importante era la forma. Cerró los ojos y escuchó los latidos de su corazón. Su corazón. La vida es muy extraña, pero sólo cuando se está a punto de perderla tomamos conciencia de lo que vale y de que lo es todo, porque no tenemos nada más. Montse llenó sus pulmones de aire y se puso el bañador. Tiempo. Necesitaba tiempo. A fin de cuentas, estaba aprendiendo a vivir de nuevo.

DONDE ESTÉ MI CORAZÓNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora