1. --LA SOMBRA DE RICHELIEU

734 8 1
                                    

En un cuarto del palacio del cardenal, palacio que ya conocemos, y junto a una mesa


llena de libros y papeles, permanecía sentado un hombre con la cabeza apoyada en las


manos.


A sus espaldas había una chimenea con abundante lumbre, cuyas ascuas se apilaban


sobre dorados morillos. El resplandor de aquel fuego iluminaba por detrás el traje de aquel hombre meditabundo, a quien la luz de un candelabro con muchas bujías permitía


examinar muy bien de frente.


Al ver aquel traje talar encarnado y aquellos valiosos encajes; al contemplar aquella


frente descolorida e inclinada en señal de meditación, la soledad del gabinete, el silencio


que reinaba en las antecámaras, como también el paso mesurado de los guardias en la


meseta de la escalera, podía imaginarse que la sombra del cardenal de Richelieu


habitaba aún aquel palacio.


Mas ¡ay! sólo quedaba, en efecto, la sombra de aquel gran hombre. La Francia


debilitada, la autoridad del rey desconocida, los grandes convertidos en elemento de


perturbación y de desorden, el enemigo hollando el suelo de la patria todo patentizaba


que Richelieu ya no existía.


Y más aún demostraba la falta del gran hombre de Estado, el aislamiento de aquel


personaje; aquellas galerías desiertas de cortesanos; los patios llenos de guardias aquel


espíritu burlón que desde la calle penetraba en el palacio, a través de los cristales, como


el hálito de toda una población unida contra el ministro; por último, aquellos tiros


lejanos y repetidos, felizmente, disparados al aire, sin más fin que hacer ver a los suizos,


a los mosqueteros y a los soldados que guarnecían el palacio del cardenal, llamado a la


sazón Palacio Real, que también el pueblo disponía de armas.


Aquella sombra de Richelieu era Mazarino, que se hallaba aislado, y se sentía débil.


--¡Extranjero! --murmuraba entre dientes-- ¡Italiano! No saben decir otra cosa. Con


esta palabra han asesinado y hecho pedazos a Concini, y me destrozarían a mí, que no


les he hecho más daño que oprimirles un poco. ¡Insensatos! Ignoran que su enemigo no


es este italiano que habla mal el francés, sino los que saben decirles bellas y sonoras


frases en el más puro idioma de su patria. Sí, sí --continuaba el ministro, dejando ver


una ligera sonrisa que en aquel momento parecía algo extraña en sus descoloridos


labios--, sí, vuestros rumores me hacen conocer que la suerte de los favoritos es muy


variable; pero si sabéis eso, también debéis saber que yo no soy un favorito como otro


cualquiera. El conde de Essex tenía una rica sortija guarnecida de brillantes, regalo de


su real amante, y yo no tengo más que un simple anillo con una cifra y una fecha; pero

Veinte años despuésDonde viven las historias. Descúbrelo ahora