II.-- RONDA NOCTURNA

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Algunos minutos después, salía el cardenal con su pequeña escolta por la calle de


Bons-Enfants, situada detrás del teatro que Richelieu había hecho edificar para


representar su tragedia Miramo, y en el cual Mazarino, más aficionado a la música que a


la literatura, acababa de mandar poner en escena las primeras óperas que se estrenaron


en Francia.


El aspecto de la ciudad presentaba todos los síntomas de una temible agitación;


numerosos grupos recorrían las calles, y a pesar de la opinión de Artagnan sobre la


superioridad de los soldados, lejos de demostrar el menor temor, sé detenían para verlos


pasar en actitud burlona y algún tanto provocativa. De vez en cuando se oían murmullos


que procedían del Pósito, y algunos tiros sueltos mezclábanse al sonido de las


campanas, movidas a intervalos por el capricho del pueblo.


Artagnan continuaba su camino con la mayor indiferencia como si nada le importase


todo aquello. Cuando se encontraba un grupo en la calle, echaba sobre él su caballo sin


avisar siquiera, y los paisanos se apartaban y le dejaban paso, como si adivinaran la


clase de hombre con quien tenían que habérselas. El cardenal envidiaba aquella


serenidad que atribuía a la costumbre de correr peligros; pero no por eso dejaba de


manifestar al oficial, bajo cuyas órdenes se había puesto momentáneamente, la


consideración que el valor inspira siempre.


Al aproximarse a la guardia de la barrera de Sergens, dio el centinela, el ¿quién vive?


Artagnan contestó, y habiendo preguntado al cardenal el santo y seña, que eran San Luis


y Rocroy, acercóse a rendirlos.


Hecha esta formalidad, preguntó Artagnan si el comandante de la guardia era el señor


de Comminges. El centinela le indicó un oficial que estaba a pie hablando con un jinete,


con la mano sobre el cuello del caballo de su interlocutor: aquél era por quien le


preguntaban.


--Allí está el señor de Comminges --dijo Artagnan volviendo donde estaba el


cardenal.


Adelantó éste su caballo, mientras Artagnan se retiraba por discreción: no obstante, en


el modo con que el oficial de a pie y el de a caballo se quitaron los sombreros, notó que


habían conocido al cardenal.


--¡Bien, Guitaut! --dijo éste al jinete--. Veo que a pesar de vuestros sesenta y cuatro


años, os conserváis siendo el mismo tan fuerte y tan robusto. ¿Qué decíais a este joven?
--Le decía, monseñor --respondió Guitaut--, que vivimos en un tiempo muy singular


y que el día de hoy se parecía mucho a algunos de los del tiempo de la Liga que


presencié en mi juventud. ¿Sabéis que en las calles de San Dionisio y de San Martín se

Veinte años despuésDonde viven las historias. Descúbrelo ahora