Algunos minutos después, salía el cardenal con su pequeña escolta por la calle de
Bons-Enfants, situada detrás del teatro que Richelieu había hecho edificar para
representar su tragedia Miramo, y en el cual Mazarino, más aficionado a la música que a
la literatura, acababa de mandar poner en escena las primeras óperas que se estrenaron
en Francia.
El aspecto de la ciudad presentaba todos los síntomas de una temible agitación;
numerosos grupos recorrían las calles, y a pesar de la opinión de Artagnan sobre la
superioridad de los soldados, lejos de demostrar el menor temor, sé detenían para verlos
pasar en actitud burlona y algún tanto provocativa. De vez en cuando se oían murmullos
que procedían del Pósito, y algunos tiros sueltos mezclábanse al sonido de las
campanas, movidas a intervalos por el capricho del pueblo.
Artagnan continuaba su camino con la mayor indiferencia como si nada le importase
todo aquello. Cuando se encontraba un grupo en la calle, echaba sobre él su caballo sin
avisar siquiera, y los paisanos se apartaban y le dejaban paso, como si adivinaran la
clase de hombre con quien tenían que habérselas. El cardenal envidiaba aquella
serenidad que atribuía a la costumbre de correr peligros; pero no por eso dejaba de
manifestar al oficial, bajo cuyas órdenes se había puesto momentáneamente, la
consideración que el valor inspira siempre.
Al aproximarse a la guardia de la barrera de Sergens, dio el centinela, el ¿quién vive?
Artagnan contestó, y habiendo preguntado al cardenal el santo y seña, que eran San Luis
y Rocroy, acercóse a rendirlos.
Hecha esta formalidad, preguntó Artagnan si el comandante de la guardia era el señor
de Comminges. El centinela le indicó un oficial que estaba a pie hablando con un jinete,
con la mano sobre el cuello del caballo de su interlocutor: aquél era por quien le
preguntaban.
--Allí está el señor de Comminges --dijo Artagnan volviendo donde estaba el
cardenal.
Adelantó éste su caballo, mientras Artagnan se retiraba por discreción: no obstante, en
el modo con que el oficial de a pie y el de a caballo se quitaron los sombreros, notó que
habían conocido al cardenal.
--¡Bien, Guitaut! --dijo éste al jinete--. Veo que a pesar de vuestros sesenta y cuatro
años, os conserváis siendo el mismo tan fuerte y tan robusto. ¿Qué decíais a este joven?
--Le decía, monseñor --respondió Guitaut--, que vivimos en un tiempo muy singular
y que el día de hoy se parecía mucho a algunos de los del tiempo de la Liga que
presencié en mi juventud. ¿Sabéis que en las calles de San Dionisio y de San Martín se
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Veinte años después
Fiksi SejarahLa continuación de los tres mosqueteros del Alejandro Dumas,