3.La Boca de la Verdad

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Al final del largo pasadizo amurallado, las paredes se estrecharon aún más y el camino dio paso a unas escaleras de piedra rojiza por las que Ariadna empezó a bajar con sumo cuidado.

Tras el encuentro con el buscador de mariposas no se había tropezado con nadie más. ¿Serían ellos dos los únicos habitantes del Laberinto? ¿Nadie más había extraviado el sentido de la vida?

Aunque había buscado con la mirada una mariposa blanca, como le había aconsejado el explorador, no había visto ninguna. De hecho, tampoco otros pájaros habían sobrevolado el Laberinto. Sólo los muros y un cielo azul que se volvía pesado e intenso como la tinta a medida que avanza el día.

Por esto mismo aquellas habían dado la esperanza a Ariadna de que por fin estaba llegando a algún sitio. Sin embargo, tras bajar más de cien peldaños se encontró en una plaza con cuatro posibles caminos que formaban una cruz.

«¿Y ahora qué? », se preguntó mientras paseaba la mirada por las diferentes alternativas. Todos los caminos le parecían iguales, por lo que dudaba sobre cuál tomar. Estuvo unos segundos sin moverse, embargada por la confusión, mientras se enfadaba con el explorador por no haberle dado ninguna indicación en este sentido.

Al retroceder un paso, como si hubiera algo amenazador en aquella encrucijada, se dio cuenta de que justo debajo de su pie había una inscripción en el suelo de piedra.

Al centro del Laberinto

Ariadna se sintió muy aliviada al ver aquella indicación y pensó qué, como en todos los laberintos, debía pasar por su centro para luego seguir y encontrar la salida. Mientras la obedecía tomando el camino a su izquierda, pensó que hallar el centro del Laberinto -donde estaba la salida- sería coser y cantar.

En lugar de muros ahora avanzaba entre verdes y tupidos cipreses que desprendían un intenso olor campestre. Por unos momentos sintió el deseo de cantar a todo pulmón, como cuando era una niña y jugaba a perderse en los parques. Pero, cuando estaba a punto de hacerlo, algo la detuvo.

El camino terminaba en una enorme puerta de manera con una máscara de bronce en el centro.

Contrariada por este obstáculo, Ariadna empujó la puerta para ver si cedía. Pero estaba firme como los muros entre los que había despertado aquella mañana. Al volver a empujar el portón, esta vez con rabia, una voz espectral dijo:

-¡Está cerrada!

Ariadna se giró asustada para ver quien había hablado. Pero se hallaba sola. ¿De dónde había salido la voz entonces? Tras mirar alrededor una vez más, finalmente devolvió la mirada a la puerta y a la máscara de bronce, un relieve que representaba a un hombre barbudo se tenía los ojos y la boca huecos.

La voz había salido de allí.

Recordó haber leído que en Roma había una máscara como aquella. Era de mármol y se llamaba la Boca de la Verdad. Según la tradición, quien metía la mano en la boca y era un mentiroso, era mordido por la máscara.

Se acordaba de ella por una anécdota que había leído en libro sobre la sociedad romana. Un hombre que dudaba de fidelidad de su esposa decidió llevarla ante el juicio de la Boca de la Verdad. Como ella tenía mucho miedo de recibir un mordisco, pidió a su amante que estuviera allí cerca por si tenía que rescatarla.

Cuando estaba a punto de introducir la mano en la boca, súbitamente la mujer infiel fingió un desmayo y su amante, que se paseaba por allí con disimulo, corrió a tomarla en brazos antes de que cayera al suelo.

Ante la sorpresa del marido, al meter finalmente la mano en la máscara, la mujer dijo: «Juro que sólo he estado en brazos de mi marido y de este caballero que me acaba de recoger». Y así, diciendo la verdad, se salvó del mordisco.

-A qué esperas? -dijo impaciente una voz que surgía de la máscara.

Al oír esto Ariadna introdujo la mano en la boca, como la fiel romana, con la tranquilidad de que nunca había dicho una mentira en su vida.

-¡Saca la mano de ahí! -protestó la voz de la máscara- ¿Qué te has creído?

-Suponía que debía superar la prueba de la verdad -se disculpó ella.

-Antes de suponer, lee lo que pone en esta puerta si es que aspiras a cruzarla.

Desconcertada, Ariadna levantó la mirada y vio que, efectivamente por encima de la puerta había un travesaño con la inscripción:

¿Quién eres?

Aquella era la pregunta que debía responder para pasar al otro lado y proseguir su camino. Tranquilizada por la sencillez de la prueba, se limitó a decir bien alto.

-Soy Ariadna.

-¡No!- repuso lúgubremente la máscara-. Ése es sólo tu nombre. Yo te pregunto QUIÉN ERES.

-Soy una mujer de 33 años que se ha perdido en el Laberinto de la Felicidad.

-¡No es suficiente! Miles de humanos, entre ellos otras mujeres de tu misma edad, se han perdido aquí dentro. Muchos ni siquiera han logrado salir y han muerto de viejos entre estos muros. ¿Quién eres tú? -Bramó la voz.

Ariadna se quedó muda. No esperaba que aquella pregunta aparentemente sencilla tuviera una respuesta tan complicada. Al ver que no respondía, la máscara de la puerta empezó a increparla así:

-¿Eres una criadora de dudas? ¿Te dedicas a negar lo que otros afirman? ¿Eres ave de mal agüero? ¿Eres ilusa, desconfiada, escéptica?

Ariadna recordó entonces cuánto era muy pequeña y se metían con ella. En esos casos siempre se había revelado. ¿Donde había ido a parar toda esa fuerza interior?

-¡Cállate! -saltó ante la palabrería de la máscara-. ¡Soy lo que yo decida ser!

Y, al decir esto, las puertas se abrieron.

El Laberinto de la FELICIDADDonde viven las historias. Descúbrelo ahora