Capítulo 10

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M: Ellie Goulding - You, my everything.





—¡Te juro que a veces no te comprendo! —dijo Siloh aún con el ceño fruncido.

Se puso frente a mí y se cruzó de brazos. Torció un gesto al notar que yo no iba a responder ni a cambiar de opinión acerca de ir a la habitación de Nash.

—Espero que al menos estés tomando las precauciones necesarias —bufó.

Esbocé media sonrisa; expresión que pareció enfurecerla más pues chasqueó su lengua contra sus dientes y se tiró sobre la cama.

—Las tomo. No te preocupes.

Me levanté y caminé en dirección del armario. Lo primero que hice fue buscar una prenda que se quitara fácil; aquella noche hacía mucho frío, y por eso la tarea resultaba un poco contradictoria. Aun así, me las arreglé para vestirme de manera decente y ligera al mismo tiempo.

Eran cerca de las diez de la noche de ese mismo día. Apenas Siloh hubo dejado de gritarme, me advirtió que estaba corriendo muchos riesgos y al fin me dijo que tratara de llegar antes de que ella se durmiera.

Me costó demasiado encaminarme hasta el ala sur el campus, donde se ubicaba el edificio de La calamidad —y de Sam—, pero llegué sin dejar de pensar en los reclamos de mi compañera. Al final, acabé por empujar el recuerdo de sus palabras y me planté frente a la puerta de la habitación. Estaba entreabierta, así que asomé levemente la cara; para mi sorpresa, Nash no se encontraba solo, sino con Shona, que llevaba puesto un conjunto para dormir. O esa impresión me dio, al menos.

—Perdón —dije con la intención de regresar por donde había venido.

Como relámpago, Shona me alcanzó, me tomó por el brazo y me hizo parar. Yo observé primero su mano, que rodeaba mi delgada extremidad; luego clavé mis ojos en ella con una mirada que se sentía tan glacial que hasta a mí me provocó frío.

A ella, por otro lado, ni siquiera le importó que le arrancara mi mano, como si fuera a quemarme.

—Yo ya me iba —espetó.

Asentí, sintiéndome una tonta, y me volví sin quitar la mirada de ella.

Cuando se fue, y al entrar en la misteriosamente ordenada habitación de Nash, este me observó un momento y luego sonrió, bastante despreocupado. Estaba sentado en su cama, con un libro de Dickinson en las manos; lo dejó de lado y se puso de pie.

Se quedó parado frente a mí pocos segundos después. Esbozó una sonrisa y, pasando de largo, dio un fuerte golpe a la puerta, cerrándola. Luego puso las manos en mis hombros, dio un paso conmigo a cuestas y me pegó en contra de la pared, que estaba fría.

La prenda que llevaba como suéter no me cubría de los nervios ni me protegía de la mirada fulminante de aquel ser de cabellos oscuros. Tampoco me aseguraba que fuera a ser efectiva si más tarde necesitaba sentirme... cubierta.

—Te estaba esperando —dijo.

—Pues ya estoy aquí —sentencié.

Él ladeó la cabeza, inspeccionándome. La caricia que perpetró a continuación fue mi colmo: porque no estaba acostumbrada a que la gente se aprovechara tan descaradamente de mis inseguridades. Nash lo hacía con frecuencia, tanta que cada vez me sentía más vulnerable.

Tocó, con la yema de su dedo índice, el lunar rojizo de mi clavícula y parecía extasiado con la imagen de un defecto en la piel tan marcado. El resto de mi cuerpo era de tono blanquecino caucásico, lleno de lunares cafés y cicatrices de la infancia. Esa maldita marca, en cambio, era el motivo de que no utilizara blusas de tirantes o tops. Nash tenía el talento incomprensible de hacer que mis más profundos miedos salieran a flote; ni siquiera había necesidad de que dijera nada. Era por eso que las caídas con él se sentían fuertes y dolorosas.

Nasty (A la venta en Amazon)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora