Cuatro

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La vida duele mucho mas que la muerte

A pesar de el tiempo que eh pasado junto a Damon en este infierno en la tierra - Que algunos recidentes de Georgia llaman «el cambio»- Yo eh evitado escrupulosamente traspasar las fronteras de la intimidad con Justin. Es mejor que siga siendo un amor platónico, que sigamos siendo como hermanos, o como mejores amigos, nada más. Es mejor que siga siendo solo «negocios», y más aún en medio de esta plaga.

Esto no me ha impedido que le lance  grandes sonrisas coquetas siempre que el me llama «mi chica» o «mi muñeca»... Ni que me asegure de que cuando por las noches se arropa en el saco de dormir  le vea sus brazos y abdomen con tatuajes. ¿Lo estoy engatusando? ¿Estoy manipulando para que me proteja? Estas preguntas siguen sin respuestas.

Los rescoldos de mi miedo que siento continuamente han cauterizado cualquier rastro de ética y de matrices de comportamiento social. De echo el miedo me ha perseguido durante casi toda mi vida -durante mis malogrados días en el Instituto de Georgia me salió una úlcera, y me vi obligada a tomar medicación para la ansiedad-, pero ahora bulle constantemente en mi interior. El miedo envenena mi sueño, me nubla la mente, me atenaza el corazón. El miedo me hace reaccionar.

Cojo el martillo con tanta fuerza que las cenas de mi muñeca palpitan.

"¡No hace falta ser un genio del amor de Dios!" Exclamo, haciéndome por fin con el control del martillo, y de pura rabia clavo la estaca en el suelo. Cojo otra y me dirijo al extremo opuesto de la tienda de campaña y a base de golpear como loca, desaforada, acertando sólo de tanto en tanto, fuerzo a la pieza de metal a atravesar la tela y clavarse en el suelo. Me empiezan a brotar gotas de sudor en la frente y en el cuello. Golpeo una y otra vez, por un instante me deje llevar.

Hago una pausa ya estaba exhausta y bañada en sudor, aparte de estar jadeando.
"Vale... Ésa es forma de hacerlo" afirma Justin con calma y poniéndose de pie. Una sonrisa se dibuja en mi rostro acaramelado cuando mira las estacas que sujetan la tienda al suelo, no digo absolutamente nada.
Al oeste, entre los árboles, los caminantes avanzan sin que ninguno de nosotros nos demos cuentas, ahora están a menos de cinco minutos, tenía que hacer algo.

Ninguno de mis compañeros -casi un siéntense de supervivientes que solo por necesidad intentan construir una comunidad no muy segura- me doy cuenta de los grandes inconvenientes que tiene esta parcela con jardines en la que han puesto las tiendas.
A primera vista la propiedad parece ideal. Está en una zona agrícola a ochenta kilómetros al este de la ciudad. Una zona que todos los años produce millones de kilos de peras, melones y manzanas. El claro está en una cuenca natural de mezcla seca y tierra apelmazada. Abandonada por sus dueños, que probablemente también eran propietarios de los huertos vecinos, la parcela es del tamaño de una cancha de fútbol, con caminos de gravilla en los flancos. Junto los caminos azotados por el viento crecen hasta las colinas, densos muros de pinos blancos americanos y robles.
En el extremo oeste de el bosque claro se ven los restos chamuscados de una casa enorme, las siluetas de las enormes vigas recortadas contra el cuele como un esqueleto petrificado, las ventanas rotas tras una tormenta reciente que hubo. Al oeste de Atlanta, en los últimos meses los incendios forestales han destruido mayor parte de las granjas y de las residencias.
El septiembre anterior, después de los primeros encontronazos entre nosotros y los caminantes, el pánico se apoderó por el oeste e hizo estragos en las construcciones de emergencias. Los hospitales no pudieron seguir abasteciéndose y cerraron, las oficinas de bomberos quedaron desiertas y la Interastatal 85, invisible, bloqueada por muchos coches que alguna vez se accidentaron junto a sus dueños. La gente dejo de buscar señales de radio y empezó a buscar suministros, lugares para poder saquear y muchas cosas más.

WoodburyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora