-Oh, maldita sea la persona que hizo que las mujeres menstruáramos. Joder.- Se lamentó Melissa, la chica de dieciséis años, de cabello negro como el carbón y largo hasta las rodillas. Gordita, sin mucho busto pero con mucho trasero, con una personalidad terrible, sarcástica, pesada, pero en ocasiones sumamente sensible y sumisa...
Una adolescente.
Estaba en el último día de su periodo, el más terrible, puesto que los benditos dolores no la dejaban ni moverse. Era día de escuela, y estaba obligada a ir, sobretodo porque su calificación final de matemáticas la estaba haciendo reprobar todo el año... ¿Por qué una materia que a ella no le servía de nada, como futura estudiante de derecho, era tan importante? Nadie sabía, porque cada vez que preguntaba solo recibía respuestas insulsas y que obviaban lo que ella ya sabía. "Es que las matemáticas están en todo" "todo está construido en base a las matemáticas" "si no sabes matemáticas no podrás estudiar nada en la universidad"
... ¿La universidad? Ella debía dar el exámen de ingreso en dos años, y aunque sonaba a mucho tiempo para estudiar, planificar una carrera y tener sueños de azúcar y miel, no lo era. Dos años de instituto pasaban tan rápido como una bala y tan lentos como un caracol. ¿Era eso posible? Sí, lo era. Y es que las cosas pasan lento cuando sabes que te odian y demasiado rápido cuando es época de exámenes parciales. Era... raro. Sí, raro.
Ya habiendo acabado de divagar, alejó sus pensamientos pesimistas de su cabeza sacudiéndola en el aire como negando una realidad que a duras penas debería enfrentar lo quisiera o no. [Y no, no quería]
Se dedicó después a vestirse, el uniforme era una falda a cuadros en tonos grises y rojos, junto a una camiseta blanca. Típico uniforme de instituto. También llevaba calcetines del mismo gris de su falda, junto a unos zapatos que cumplían también la función de zapatillas o como decía Ann "tenis de hombre". Era temprano, tenía al menos media hora de sobra antes de partir hacia su escuela, y para aprovecharla y no oír las reprendas de su madre, tendió la cama hasta dejarla como si fuera de exhibición, de paso también se llevó unas galletas con chispas para comer durante la tarde, aunque las llevaba de forma dubitativa, sabía que a las chicas gordas nadie las quería. Los 75 kilos en la balanza lo marcaban claramente, haciéndola incluso llorar de vez en cuando. Aunque medía un metro setenta de estatura, no cambiaba el hecho. Para ser "perfecta" debería pesar 53 kilos.
Cincuenta y tres kilos.
A veces le dolía, otras sencillamente no le importaba mientras pudiera llenarse el estómago, y otras tantas no sabía que era mejor.Al final, dejó las galletas sobre la mesa de la cocina y salió de la casa, despidiéndose con un grito lo más alegre que pudo de su hermana menor y de su pseudo abuela, que era en realidad la madre de su padrastro, y se abrió paso al infierno, es decir, a la escuela.
«Creo que cuando viajas tanto al infierno ya no quema. Más bien solo molesta.» Se repitió unas seis veces durante todo el trayecto hacia la estación del metrotren, era un pensamiento que le volvía solo a la cabeza, aunque estuviera pensando antes en otra cosa. Cuando por fin llegó, pagó su boleto y entró, se encontró con la mala suerte de que los vagones iban repletos de gente, por lo tanto y aunque entrar no le iba a ser tan difícil, iría las dieciocho estaciones que le correspondía -Diez desde su casa hasta el punto de combinación y ocho desde allí hasta la escuela- completamente apretada, cuidando de que nadie le robara nada y de que ningún pervertido se aprovechara de la situación. Melissa no era bonita, pero a esos hombres no les importaba, solo les importaba su trasero.
Las diez estaciones fueron llenándose incluso más de lo humanamente posible hasta el punto de combinación con otra línea, donde todo mundo, o al menos la gran mayoría bajó, desocupando vagones y llenando pasillos y escaleras.
Mientras Melissa caminaba hacia el segundo tren para recorrer las ocho estaciones faltantes, un hombre le dio un inmenso agarrón en su trasero, a lo que ella respondió con un fuertísimo "¡Suéltame, hijo de la gran puta!" y todo mundo se le quedó viendo. Vale, no era el ejemplo más acertado de femeneidad, pero era ese tipo quien la había tocado. Se lo merecía.
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All the things that I never said.
General FictionCuando debes callarte la boca y sonreír todo el tiempo, necesitas desahogarte o morir. La historia de Melissa es una mezcla de ambas. «Can you save me once more?˝