Últimamente llevo una vida de rutina. Quizá la gente piensa que la vida es eso, una rutina. Pero de vez en cuando, la rutina es costumbre.
Qué bonita cualquier rutina en la que amamos. O corrigiendo, qué bonita cualquier rutina en la que nos aman. Sin más gusto que una persona, ni el sabor de mirar te sabe igual.
Hace poco tiempo, todo era lluvia. Todo era agua de tormenta. Cuando paseaba por la calle, siempre miraba como las gotas de agua caían sobre la tierra mojada. Como bajaban resbalándose por los cristales de los coches. Pero lo que de verdad me gustaba mirar cuando llovía, era su pelo, o sus pestañas empapadas. Cada vez que cerraba los ojos estaba más guapa. Y cada vez que los abría, la lluvia mojaba más. De vez en cuando estallaba algún rayo, para que de vez en cuando, ella, pudiera acercarse más a mí.
Sólamente una persona entiende esto más que nadie. La misma persona que trató de poner cimientos a una parada de autobús, donde la tormenta nunca llegaría a alcanzarnos.
Una tormenta en medio de una cita siempre te deja en quiebra. Y sí, acabé arruinado, pero estoy seguro de que no fue la tormenta. Sus besos eran veneno. Y mis labios eran el filo de la espada dónde extenderlo. No sé ni cuándo ni por qué ahora me encuentro aquí. Pero juro que lo último que recuerdo no fue un adiós.
Qué desastre intentar ordenar una vida que no tiene cojones a vivir. Al fin y al cabo somos de quien nos hace feliz, de quien nos da los buenos días y se duerme pensando en nosotros. Porque ahora todos los rayos son iguales, una vela ilumina más que cualquier relámpago, y el estruendo de los truenos no tiene sentido si mis oídos no quieren escucharlos.