Alguien los espiaba. Alguien había visto un gesto y había adivinado la verdad. Por eso los había seguido hasta el borde de las aguas. Para estar seguro. Y los vio besarse junto al estanque de los nenúfares. Los labios apretados, las bocas sedientas del otro, de una pasión y un amor prohibidos. El espía montó en cólera: ¡No podía permitirlo! ¡No iba a permitirlo!
Fue en ese momento cuando su alma se transformó, se tiñó de un negro ceniza que se extendió por todo su cuerpo como un tumor. De pronto, todo su ser era una entidad tenebrosa como el fondo de un abismo. El espía contrajo el rostro de ira cuando los labios de los enamorados volvieron a unirse. Los patos nadaban ajenos a la escena que se desarrollaba ante sus ojos, gráciles, avanzando entre las aguas, esquivando delicados tallos de nenúfar. Mientras, sentados en los peldaños que descendían hasta el líquido elemento donde las aves se mecían, los enamorados seguían entregados a aquel sentimiento maravilloso que llenaba sus corazones de dicha. El espía no permitiría que la pasión de aquellos dos incautos floreciese. Y urdió un plan terrible para destruir aquel sentimiento. Entonces, incluso antes de haber cometido crimen alguno... ya se había convertido en un asesino. De esta forma, ya no era un espía, sino un asesino, el que vigilaba a una pareja de enamorados decidido a terminar con su felicidad. Y lo haría a cualquier precio. Incluso al de condenar su espíritu al Lago de Fuego, el lugar del castigo para las almas impuras en el antiguo Egipto , almas como la de ese asesino en el que se estaba transformando. Un lugar donde estaba dispuesto a abrasarse por toda la eternidad antes de permitir que aquella relación floreciese.
