Perece mi alma

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Ella era hermosa, de una forma en la que ni la flor más perfecta podría describir, su hermosura provenía de una fuerza más maravillosa que la belleza, provenía de mares de felicidad y alegría benigna.  Su piel era suave, más suave que cualquier clase de tela existente, su suavidad podría asemejarse a la de un pedazo del cielo hecho persona. Sus ojos eran oscuros, pero, en ellos brillaba la luz más reluciente que ni el sol podría igualar, poseía pasión, pasión al decir las cosas, pasión al sentir, cuando no podía verla, mi mente, todo mi ser, pedía a gritos un próximo encuentro con aquella diosa jovial que endulzaba mi lúgubre alma y la convertía en algo mucho más que risueño.


Sólo podía verla a las 5:00 PM de cada día, ella siempre me esperaba, con paciencia, con tranquilidad, con ésas cosas que tanto me faltaban en mi mortuoria dicha. Era bastante provechoso ello, ya que debía subir una montaña, algo alta, que quedaba relativamente cerca de mi hogar, allí, en las llamadas colinas del coloso, en donde se decía que las personas se perdían y no volvían jamás, seducidas por la suma belleza del horizonte lejano. Me tomaba más de 20 minutos llegar a aquella montaña, pero valía la pena, porque verla era lo más maravilloso que podía hacer; con tan sólo subir, y verla allí, sonriente, tan dulce, sentía que mi corazón crecía a tamaños increíbles. No, no era una cardiomiopatía, era ella, cubriéndome en sus mantos de sueños deslumbrantes, acurrucándome entre sus fascinantes esperanzas, encontrando en mí algo que ni yo mismo podía ver o sentir, que me volvía tan loco que era imposible describirlo.

Su nombre era un misterio, así como toda ella, un misterio hermoso.

Xýpna, ése era su nombre, y lo supe el día en el que murió.


XýpnaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora