La casa del soldado

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La Casa del Soldado (1)

Por: Aurora Seldon

Sabemos tan poco acerca de la vida.

¿Cómo podremos saber algo acerca de la muerte?

Confucio

1

El viento agitaba los faldones del abrigo de Sergio Biaggi, que permanecía de pie junto a la escalinata del muelle de Arica, ciudad del sur del Perú, una fría mañana de junio de 1878.

El momento de la despedida se acercaba y su corazón estaba lleno de pena, pero no tenía alternativa: los negocios de su padre así lo exigían y toda su familia se mudaba a la ciudad de Antofagasta, en el vecino país de Chile, huyendo de la crisis económica que atravesaba el Perú.

Sus ojos azules se cruzaron con los de su mejor amigo, Gonzalo Manzur, que había ido a despedirlo con el dolor pintado en su pálido rostro.

Los dos jóvenes de diecinueve años hacían un interesante contraste. Ambos eran altos, pero Sergio era rubio, de rostro sonrosado y saludable. En cambio, Gonzalo tenía el cabello negro y lacio y unos inquietos ojos, negros también, que hacían resaltar su semblante pálido, producto de una enfermedad de la infancia que había minado su salud. Sergio siempre había cuidado de Gonzalo con la devoción de un hermano, protegiéndolo de las bromas de sus compañeros de colegio como un fiel escudero. Su carácter afable y efusivo contrastaba con la seriedad de Gonzalo, que no le había generado muchas simpatías entre sus condiscípulos. De hecho, muchos no se explicaban cómo un joven como Sergio podía ser amigo de alguien como Gonzalo.

Pero eran amigos. Los mejores.

Habían nacido en Tacna, ciudad sureña vecina a Arica, y vivían en la calle Bolívar, donde existían hermosas casas-quintas circundadas de jazmineros, rosales, bugambilias y duraznos que eran la delicia de los muchachos del barrio; sin embargo la feliz adolescencia de Sergio se vio trastornada por la creciente recesión que atravesaba el país, la cual tenía como marco la crisis financiera de Chile y el endeudamiento peruano por los empréstitos de los Contratos Dreyfus (2)unido a un marcado caudillismo militarista. Esta situación finalmente había decidido al padre de Sergio, ciudadano italiano, a emigrar a Chile, donde tenía negocios con la Compañía de Salitres y el Ferrocarril de Antofagasta.

—Volveré dentro de un año —dijo Sergio, repitiendo la promesa que le había hecho a su amigo desde que le fue comunicada la decisión de la mudanza.

—Escríbeme —pidió nuevamente Gonzalo, con un nudo en la garganta.

—Lo haré.

Un apretón de manos y un abrazo de amigos fue toda la despedida. Sergio subió los escalones sin mirar atrás. Gonzalo lo miró alejarse y dio media vuelta, limpiándose las lágrimas con disimulo. Parte de él partía con Sergio, aunque su amigo no lo supiera.

2

Durante los meses que siguieron, las cartas iban y venían, llevando sentimientos que ninguno de los dos se había atrevido a confesar cuando estaban juntos.

La separación fue más dolorosa para Gonzalo, quien no tenía muchos amigos y al alejarse Sergio, se sumió en un mutismo que no lo hacía una compañía agradable para nadie. El enfermizo muchacho se había apoyado en Sergio desde la infancia y sin él, se sentía absolutamente perdido.

Lo amaba. El suyo era un amor apasionado y febril que iba más allá de los sentimientos fraternos y de la amistad. Deseaba estar con él de un modo que sabía que estaba prohibido, pero no le importaba.

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