Muñeca

36 2 0
                                    


Día con día se sentaba detrás de la ventanilla, en la oscuridad perfecta de la cabina, vendiendo sueños al mayoreo, escuchando el ir y venir del tren. No le gustaba la luz, o la idea de la luz, por la seguridad artificial que siembra en las mentes de estos pobres ilusos. Efímera y burlona. Era su némesis porque tenían las mismas características.

Cuando caía la noche, cerraba la ventanilla y se sentaba frente al espejo, absorbiendo la oscuridad protectora. A veces no había más trabajo que el de vender boletos estériles, pero una vez al mes (o dos, dependiendo de su humor) abría el cajón junto a la caja fuerte y elegía un par de manos, se desatornillaba las propias, y las guardaba bajo llave. Entonces se sentaba frente a la ventanilla y esperaba a su presa.

Con un par de manos femeninas y más cambio del necesario alguien caía eventualmente. Él garabateaba una nota pidiendo que la encontrasen ahí mismo  a medianoche, rogando con su caligrafía prodigiosa que la llevaran lejos, que se escaparan con ella, y prometía a cambio estar completamente a su disposición.

No hubo vez que no llegara un hombre con emoción infantil. Casi se sentía mal por ellos, por su inocencia y por las falacias que creían cada vez que veían un foco. En la oscuridad, los tomaba de la mano y los conducía al rincón. Nunca se oponían.

Prendía la luz y salían de su trance hipnótico. Él sonreía, ahogando el grito del hombre a media garganta, convirtiendo la realidad en un borrón de sangre y boletos de tren y lágrimas. Siempre lágrimas. Se sentía culpable, pero sabía que era necesario. Cuando acababan de agonizar guardaba el nuevo par de manos en el cajón y aventaba el cuerpo a las vías.

El próximo mes obtendría nuevas manos de mujer.



LudogramaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora