"New York, 06 de agosto de 18...

El vicio, querido amigo, es quien me ha atrapado fuerte en sus garras, causa de desgracias y pesares, y de placeres pasajeros. ¿Pero quién me podría culpar? ¿Acaso el hombre no está obligado a sucumbir ante tal insuficiencia? Desde el nacimiento estamos degenerados por él, por el vicio de la vida misma, llena de flaquezas y horrores de nuestra propia autoría. Forzados a la autodestrucción al sentir desde el primer respiro en nuestros pulmones, el aire que nos corroe día a día, momento a momento aproximándonos al ocaso. No, querido amigo, nadie puede culparme de vicioso o imperfecto, y menos que nadie, el artífice de este macabro juego efímero y sin ganadores, que de seguro es el más corrupto de todos.

Cada uno tiene sus propios deslices, y el mío, tan válido como cualquiera, lejos de ser el vino que esta noche de vigilia me acompaña humedeciendo mi garganta y haciendo llevadera esta última dosis que mi alma aspirará, es la escritura. Placer que empecé a tardía edad después de una vida de abandonos e infortunios, cuando el trascendentalismo ya no tenía sentido en mi cabeza, y la idea de hombres puros y perfectos se veía cada vez más ridícula. Entonces, la hoja era la contaminada pipa, mi pluma, la más ardiente de las flamígeras, y las palabras, el amargo pero necesario opio que inundaba mi ser transportándome por encima de la naturaleza misma del dolor.

Es así como me di cuenta de la verdad, la desgraciada y decadente verdad. De la perversidad de cada ser, que de mentiras tras mentiras nos relacionamos y engañamos. De las viperinas lenguas de quienes nos dirigen y conducen por la inmoral conducta de vencer y ser mejores que los demás, mientras tarde o temprano, encontramos la ruina o el óbito tras una esquina. Un mundo que al verlo desde lo alto de mi perversión, ya no podía volver a entrar, y escribir se transformó en una necesidad.

Pero los vicios no llegan solos, vienen con la lenta pero eficiente decadencia, y ésta no sería la excepción. Pero no fueron síntomas provocados por la escritura, fue algo más, difícil de describir, algo que me acompañó desde la primera palabra de indignación, y desde entonces cada vez que la pluma acariciaba la plana, aunque no la podía ver, la sentía, a lo lejos y a mi espalda, y que con el tiempo y fuera de todo aprecio, la bauticé como "la presencia". Era esa "cosa", de naturaleza infame pero familiar a la vez, la que poco a poco fue pudriendo mi mente provocando mis temores y paranoias que sacó a relucir desde el fondo de los recovecos de mi mente, desterrando sin prisas a la razón. Los sobresaltos emocionales fueron suaves al principio, solo advertidos por la única que me conocía bien, y que hasta ese momento se había mantenido a mi lado. Los primeros enojos se hacían notar con ella, culpable e inocente a la vez, cuyo único pecado era estar ahí para mí. A veces solo me miraba intentado comprender, intentando buscar la causa de tan extraña conducta. Otras, se acercaba, y con sus suaves caricias todo se calmaba. Tal vez pudimos haber continuado así, con su ingenua paciencia aguantando mis caprichosos arrebatos. Hasta que "la presencia" hizo algo inesperado una velada noche cuando naufragaba en mi vicio. Sin advertencias... se acercó. Sentí como su perniciosa figura daba un paso hacia mí. El miedo a lo desconocido, a la naturaleza vil de aquella cosa nunca permitió que pudiera verla de frente, nunca tuve el coraje de girar mi cabeza y enfrentarla. La paranoia aumentó tras ese perturbador acontecimiento. Quise dejar de escribir, y hasta lo logré por un par de días, pero la abstinencia no jugaba a mi favor, mis manos temblaban y mi mente se volvía loca buscando una salida a este degradado mundo, fuga que solo mis amadas prosas me podían dar. El espíritu del hombre se quebranta fácil, y el mío no tardó en hacerlo. Pronto caí nuevamente en el vicio, y con ello, volvió la insoportable incomodidad de la callada observadora. La "presencia" seguía acercándose día a día, y las explosiones de ira fueron creciendo cada vez más amenazando el juicio de mi amada. Pero todo tiene un límite, y un día sin siquiera darme cuenta, quedé solo en las penumbras, solo junto a mis prosas, y a esa cosa que atormentaba mi ser.

Desde aquí bien sabes, amigo mío, cómo mis escritos se fueron turbando. Cómo mis relatos se fueron desorientando por esa "cosa", por su imparable aproximación, por su opaco halo que me envolvía cada vez más. Ya no solo la sentía cuando escribía, sino que la empecé a advertir en todo momento y a toda hora, incluso cuando cerraba los ojos para intentar descansar. Mi cama ya no me daba esa seguridad que me daba de niño, cuando cubrir mi cabeza con sus mantas era suficiente para sentirme a salvo. Ahora la percibía ahí, parada al lado de mi lecho, observándome, con sus cuencas clavadas en mí mientras temblaba inseguro y vulnerable. Olvidé cómo era soñar, descansar, caer sabiendo que despertaría recuperado. Mis pesadillas ahora las padecía despierto y en todo momento.

La vela ya casi se apaga, y el morapio ya avinagrado no me calma. Pocas cosas me siguen importando en este momento, incluso ella quién me abandonó, fue reemplazada por el vicio. Pero ya no aguanto más. Puedo sentir su respiración en mi nuca, que con cada exhalación provoca un nuevo escalofrío que recorre hasta la punta de mis pies. Su existencia casi roza con la mía, quieta e inmóvil, observando mi temblorosa figura, esperando ver mis aterrados ojos para reaccionar satisfecha de su creación.

Te considero mi único amigo, aunque nunca te he visto, trabajar contigo fue un placer. Siempre fuiste fiel a mis palabras, a mis ideas. Esta noche he tomado una decisión que no debo prolongar más. El vino me ha dado el mínimo de bríos, y la llama ya está por extinguirse. Sea este mi último relato, aunque el final no lo he de escribir yo.

August Browning."


La PresenciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora